miércoles, junio 15, 2005

PASEO EN EL PARQUE

Esto que les voy a contar lo escuché ayer en la fila para las tortillas, una larga e interminable fila de hombres solos, y por alguna razón, por extraño que pueda parecer, desde que puse atención a lo que decían los dos señores con cara de casados que estaban ahí “haciendo cola”, tuve la sensación de que todas las palabras iban dirigidas a mí, todas las palabras sobre esa muerte, y que éstas daban vuelta en mi cabeza para aferrarse a mis orejas hasta quedar ahí repitiéndose una y otra vez…

El narrador se veía perturbado, su bigotillo se movía nerviosamente, algunas veces se detenía y tartamudeaba durante su singular diálogo, esa inusual conversación donde sólo se escucha una voz mientras que el cautivo interlocutor murmura nada más algún monosílabo semejante a un gorjeo de pájaros buscando primavera, permitiendo con ello que fluya la “plática”, no dejándola caer.

Como disculpándose, comentaba algo que le había ocurrido un día anterior, cuando, cosa rara, se encontraba solo en casa sin ninguna presencia inoportuna, disfrutando de la libertad de no hacer nada, viendo por la ventana cómo la lluvia se negaba a caer y cómo el sol parecía invitarlo a salir y también cómo no pudo rechazar esta invitación.

Decidió caminar un rato en el cercano parque de su colonia junto con sus dos perros.

En ese recorrido andaba cuando percibió en el prado, a un lado de dos laureles, a un hombre de edad indefinida. Él se encontraba recostado boca abajo, vestido –en sus propias palabras- “muy correctamente, como de fiesta”, algo raro por lo temprano del día. Este curioso detalle le hizo fijarse más de la cuenta y pudo ver que el caballero se agitaba bruscamente sobre la verde hierba.

Nuestro narrador contó que, por un momento, no quiso interrumpir lo que supuso un insólito descanso, pero la curiosidad pudo más y se acercó lentamente hasta dónde se hallaba tumbado el hombre. Estaba a punto de preguntarle cualquier cosa para ver si se encontraba bien, cuando él giró el cuello para observarlo. Estaba llorando, y debajo de la barbilla le brotaba como un hilo delgado en lentas gotas, sangre. En una mano tenía una pequeña navaja y en la otra una foto en blanco y negro completamente manchada de rojo.

-Váyase señor, me estoy matando-. Le dijo.

El relato se detiene brevemente, nuevamente el bigotillo se mueve en un tic nervioso, la boca titubea antes de continuar. Dice que por unos segundos no supo qué hacer, y sólo se le ocurrió en ese instante decirle que no lo hiciera, que “la vida es hermosa”. Después suelta a sus dos perros y corre a pedir ayuda, en el camino se tropieza y cae, se levanta hasta que alcanza un teléfono público, y no tiene ánimos para sonreír ante la foto de un gordo que le pide que llame.

Todo lo demás pasa sin que él se dé cuenta, apenas si percibe cómo la cruz roja llega, es como si también estuviera herido.

En ese momento dejo de escuchar lo que dice. Ahora, mientras recuerdo sus palabras, veo su cara y todo lo ocurrido lo vuelvo a revivir. Él mira la escena con un sentimiento de irrealidad sin percibir que sus ojos están inundados y su respiración entrecortada; fieles, sus perros están a su lado con la cabeza gacha.

Cuando la ambulancia llega por el hombre moribundo y lo transporta hacia el hospital, el narrador olvida el inicial paseo en el parque y camina cabizbajo hasta su casa mientras sigue oyendo a lo lejos el aullar de la sirena, yo, desde entonces, camino a su lado.