EL VENDEDOR DE SEGUROS
Con un portafolio negro brillante, el cabello engominado, los zapatos perfectamente lustrados, con una sonrisa de circunstancias, y una mirada que no ve hacia ningún lado, así de esta manera el vendedor de seguros anda todos los días por la calle, por esa ancha calle de la vida, para ofrecer sus servicios a quien le haga falta lo que él lleva bajo el brazo.
Se despierta al rayar el alba, y considera para su favor todos los augurios: pisa primero con el pie derecho el frío suelo, coloca la punta y después deja descansar el resto, en un ceremonial diario para la suerte; luego se dirige al baño, donde realiza la misma acción repetida en el espejo, abre los ojos hasta que parece que saldrán de sus órbitas, se quita los pelos de la nariz, se rasura con detenimiento, y se cepilla de arriba para abajo los dientes, sin olvidar la lengua; al final toma una ducha fría.
Sus pasos no tienen dirección alguna, desde hace tiempo decidió dejarse llevar por la naturaleza de sus propios sentidos, y nunca descansa hasta que completa una venta que le permita dirigirse hacia otro rumbo.
En su largo recorrido por rutas perdidas, por calles sin nomenclatura, por avenidas como océanos en calma y callejones como ríos y privadas que parecen vialidades públicas, el vendedor no baja la vista ni la sostiene, sólo se deja llevar.
Ha tenido la oportunidad, durante sus múltiples trayectos de encontrar ciertas cosas que no sólo le parecen verdades, sino que son el motivo para caminar otro día, para seguir buscando el sustento para vivir y despertarse a un nuevo amanecer por mucho que esté nublado y sea una mañana fría llena de aguaceros.
Su mercancía no es la misma de otros, él no te ofrece algo para protegerte de la vejez, ni de los terremotos, ni siquiera contra el robo o la enfermedad, tampoco le interesa si te accidentas en el trabajo... él no vende seguros de vida.
No recuerdo cómo lo conocí, en qué momento se cruzó en mi camino, seguramente fui yo el que sin querer tuve la fortuna de encontrarlo, coincidimos, tal vez fue eso.
Cuando se me acercó y me ofreció un seguro, yo hice una mueca con desgano, ya otros me habían ofrecido seguridad a lo largo de los años, casi de manera grosera lo iba a retirar, le iba a pedir que se alejara, que me permitiera seguir con mis negros pensamientos, pero él sólo dijo:
-¿No te gustaría sonreír de nuevo? – mientras sacaba unos papeles de su portafolio y los acomodaba frente a mí.
Ahí, entre sus cosas, guardaba seguros contra la desesperanza, contra la desilusión, contra el pesimismo, seguros para la depresión, para el desamparo, seguros contra la soledad y también para el desamor.
Yo escogí uno contra el desamparo, pero él me dijo que podía quedarme con todos, a un costo irrisorio, sólo tenía que firmar los documentos, aprenderme de memoria sus cláusulas y aceptar las condiciones para disfrutar de los beneficios.
Desde entonces las sonrisas me persiguen a la vuelta de cada esquina y, cuando creo que algo pasa, cuando siento que olvido las cláusulas, de inmediato me dirijo a esos papeles que guardo en el cajón de mi escritorio para releer de nueva cuenta lo que todos los días me depara su contenido.
Fue precisamente en junio, el mes que conocí al vendedor de seguros, y en estos días lluviosos creo que lo he visto pasar cerca de donde juegan mis hijos.
Ojalá que también tú puedas verlo y que él se acerque a buscarte.
2 Comentarios:
Me has dejado con el aliento en la boca...cada vez que te leo es igual, hombre tienes el poder de hacerme soñar ¿No serás tu el vendedor de ilusiones?
mmm Mi Ce, y si vuelves a verle podrías darle mi ruta?
quizá esté necesitada ahora de comprar toda una contención para el futuro de los mios, que pasa a beneficiarme a mi ...con sus alegrias...
tqm;)
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