lunes, enero 23, 2006

LA CUCHILLERA DEL BAR TEXAS

Para Gerardo, por hablarme de ella


La música sale de la vieja sinfonola tostonera como atravesada por gargajos, parece que también está ebria:

Que casualidad...
que nos encontramos...
hoy en este día...

Si vieras
anoche soñé de ti...

Que me acariciabas...
y me despertaba con tus amores

Que casualidad..
encontrarnos otra vez...

Que casualidad...
que casualidad...

En las desvencijadas mesas del Bar Texas, las meseras se afanan por servir más rápido los tragos, mueven las piernas varicosas y los vientres gelatinosos sin descansar. Ni cuenta parecen darse de las manos cochinas, callosas, que de cuando en cuando les agarran como al descuido las nalgas bofas.

Afuera, en la calle Insurgentes, los carros cruzan la noche, los pocos transeúntes se agitan el frío caminando más de prisa, apenas si voltean a la luz mortecina que despiden las lámparas del bar, los destellos iridiscentes, las voces y la música se quedan adentro, como avergonzadas de salir, parecen tener miedo de perderse en el infinito, fuera de su reducto.

En las casas cercanas, pasando la vía del tren, pueden distinguirse también temerosas algunas lucecitas de colores navideños, tímidas por romper con la nocturna rigidez del decorado gris del barrio.

Manuel, un viejo inquilino del Texas, repasa con sus ojos vidriosos el vaso que tiene enfrente, las yemas chatas de los dedos van y vienen por el cristal sucio, de borde lleno de saliva seca, no puede creer que el contenido se hubiera vaciado tan pronto… está triste, las bolsas del raído pantalón tampoco tienen ya nada, en pocos minutos habrá de marcharse.

Todavía no puede creerlo.

Agita el vaso, esperando o soñando que su contenido regrese, pero hasta el sabor del aguardiente de caña se ha evaporado de su garganta, entonces decide irse.

Cuando se levanta, se acerca hasta donde se encuentra, con una sonrisa gélida, Azucena, la mesera más vieja del bar y le dice con un tono mordaz:

-Otra vez sin un pinche cinco pa’ nosotras, mmmmmm, debes tantas propinas, que al rato vas a querer que te disparemos la peda...

Él ni siquiera hace un pequeño esfuerzo por verla, menos escucharla, está tan abatido por la falta de dinero y alcohol, siente tan reseca la boca que imita el intento de escupir con fuerza, y sólo un hilillo se queda en su labio inferior que se limpia con la manga de la camisa.

Sale hacia la noche. Manuel se topa con un viento frío pero al mismo tiempo distante.

Dando pasos vacilantes llega a la esquina de la calle y, al refugio de la soledad, se sienta en la banqueta terrosa... es otro día perdido, lleno de nada, sin el consuelo de haberla visto, necesitaba cuando menos otra botella.

Han pasado más de quince años desde que la viera por primera vez saliendo del Bar Texas, mientras caminaba rumbo a su casa... podía escuchar los gritos que se le clavaban en la cabeza, en el corazón, y otra vez en la cabeza, arrinconándolo, ya no quería llorar.

Ante su mirada perdida, ella vuelve a salir corriendo del bar perseguida por otra mujer, se escuchan reclamos, Manuel no recuerda las palabras, sin embargo recuerda sus ojos negros suplicantes.

También recuerda el enorme cuchillo de la otra mujer y ese loco afán por intervenir sin importarle nada, esa locura que lo mantuvo en la oscuridad tantos años y ese rostro que le permitió aguantar tantas noches sin sueño.

Ahí, en su mente, está la escena.

Las dos mujeres se desgreñan, dan vueltas en el suelo, se rompen la ropa, vomitan mentadas de madre que se pierden entre las calles, de la nada brota como pus la gente, se arremolina enardecida deseando sangre.

Manuel se mete entre ellas, sus ojos están imantados: por un lado no se desprenden del enorme cuchillo cebollero y por el otro ese mirar femenino suplicante que brilla con destellos tristes.

Ni cuenta se da cuando el cuchillo queda entre sus manos, casi ni siente la tibieza del cuerpo a su lado, ni la humedad, pero si nota la sonrisa de agradecimiento, sus labios entreabiertos, en donde se ve un diente áureo. Entonces recibe el golpe, por inercia se voltea y sólo levanta las manos.

La otra mujer, la que no le interesa, la que no tiene rostro ni palabras, la rabia, la violencia nocturna, está muerta a su lado.

Rodeado como por un halo, en blanco y negro, al otro costado, está ella con sus enormes ojos suplicantes.

Una borrosa, opaca, y la otra, luminosa y radiante.

Cuando quiere acercarse hacia esos ojos, esos labios… siente las manos, muchas manos agarrándole, no sólo le toman de los hombros y la cintura, también lo jalan de las piernas, de los cabellos, lo levantan del suelo.

Ni tiempo le dan de acercarse a ella, hablarle, decirle tantas cosas y posiblemente nada, nunca la había visto y ahora siente que ya lo conoce.

Antes de que se lo lleven, alguien le susurra al oído que lo esperará, que estará ahí cuando regrese. Él no puede voltear, no lo dejan, pero sabe, intuye en esas palabras algo que lo llena de esperanza.

Manuel abre los ojos, ve a lo lejos la luz tenue que sale del Bar Texas, todavía parece escuchar la sirena de la ambulancia, los gritos, pero sobre todo lo que ella le dijo: “te esperaré cuando regreses…” .

Vuelve a cerrar lo ojos, ahora está en la cárcel, en sus manos tiene un periódico borroso y sólo una nota sobresale, que ya se sabe de memoria.

En un marco rojo sangre está una foto con un encabezado que dice: “Muere asesinada a cuchillazos conocida meretriz”, en el cuerpo de la nota lo único sobresaliente es que Manuel es un lenón de la zona, que acabó con la mujer, a la que apodaban “La Cuchillera”, todo por no darle las ganancias del día.

De la otra, de ella, no dicen nada.

Tras un largo juicio, como todos los juicios, lleno de incongruencias, él se queda encerrado, el tiempo suficiente para que la mente se le llene de recuerdos que no existen y el deseo de volver a verla.

Manuel todavía recuerda su primer día libre, después de años de sólo soñarla.

Llega al Bar Texas, pregunta por ella, nadie parece recordarla, nadie ha visto nunca esos negros ojos suplicantes, todos esperan oír un nombre, él se desespera y entonces pide un trago y luego otro y otro, y así pasan días enteros y meses.

Una noche, de tantas, tras terminarse una botella, alguien se sienta a su lado…es ella. Ninguno de los dos habla, permanecen mudos. Pasan varios minutos así, sólo viéndose, después ella le sonríe y luego desaparece.

Desde entonces Manuel acude religiosamente al bar Texas, puntualmente cuando tiene algún dinero, a buscarla entre los rostros ajados, entre las sombras, entre el humo y la música, a perseguirla con su memoria.
Ya es muy noche, Manuel abre los ojos de nuevo y el corazón se le oprime cuando ve que a su lado está ella, no sabe qué hacer, siente que algo se agita en su interior y deja de tener frío, se mira las manos transparentes mientras ve que ella le ofrece una mano blanca igual que la suya, cuando se juntan sus dedos los ojos de ambos se iluminan, entonces él se levanta con una sonrisa y comienza a caminar a su lado hasta que los dos se pierden en la distancia.

Allá atrás, sobre la banqueta terrosa, queda el cuerpo de un borracho que a nadie le importa.