lunes, junio 26, 2006

LAS FOTOS PROHIBIDAS

Para ti, ya lo sabes

Lo difícil fue mantener la postura, permanecer rígido, con el deseo latiendo, por más que en mi mente estuviera tu figura, por más que antes del flash toda entera te me presentaras, aún así era complicado plasmar como un bosquejo terminado un sueño, pero, pese a todo, logré que el secreto de mi ardor quedara reflejado para ti ese día de junio.

Todo comenzó aquella tarde cuando me pediste que me mostrara tal como soy, que te enviara unas fotografías con mis ansias encima, que pudiera complacerte con imágenes que reprodujeran la esencia persistente de mis sentidos.

Y así lo hice.

Busqué la madrugada exacta, el anochecer apropiado, el mediodía mágico y la medianoche de mis desvelos para poder crear en el papel todos los deseos que en esas horas me despertabas, y que hacías que surgieran en mi epidermis con sólo saberte a mi lado, con la pura idea de tenerte alguna mañana sin hora, sin minutos y sin segundos: robada a la existencia.

Tomé la cámara, la puse en posición, encima de unos libros, las últimas novelas de amor que leía para seguir ese laberinto de la fantasía que me convocaba tu recuerdo, para reconocer en esos personajes de ficción lo que éramos y somos en la virtual realidad transfigurada por nosotros mismos.

La coloqué una y otra vez, la moví, la hice girar, le clave la pupila hasta que encontró su sitio exacto, hasta que mi cuerpo embonara justo en la lente, sin necesidad de acrobacias, como en esa imaginación compartida se acomodaban los nuestros.

Reprogramé el tiempo, apenas lo necesario para esbozar una leve sonrisa, más atento al obturador y a esa pequeña luz roja intermitente que a las urgencias de mi ser, que a la apremiante necesidad de mostrar las partes ocultas, secretas, de lo que en la superficie nadie veía.

Fue todo un rito mostrar tanta piel encima mío, mostrarme, sin otra cosa que las venas palpitantes al descubierto, como si estuviera renaciendo en la edad adulta, como un alumbramiento en cada flashazo y una libertad sin límites.

Mostrarme desnudo, mudo, solo, con miles de gritos al silencio del sonido provocado por la cámara.

Y ya lo ves, ahora estoy así, y tú me estás viendo.

domingo, junio 18, 2006

CREO QUE LAS ABEJAS SE HAN IDO


Ayer me asomé al patio y no las escuché zumbar.

No hubo necesidad de cerrar la puerta con prisas ni pasar “a la carrera” como siempre. Simplemente ya no estaban, se habían ido, sólo la noche a solas, más hermética que nunca.

Ellas se apostaban en el foco de la entrada de la casa, en una pequeña cúpula que se forma en la parte alta de la puerta, ahí se agitaban de un lado a otro, tropezándose con la luz, borrachas de tanto resplandor, encandiladas con el destello, vueltas locas.

Cada noche alguna aventurera entraba, desafiando la malla, en un alucine por descubrir algo en otra luz, en otras luces… esa solitaria alada parecía buscar en el suave reflejo del monitor algo desconocido hasta caer abatida, rendida, inerte en el suelo, con las alas quemadas entre débiles zumbidos. Sola.

Pero ya no están.

Ahora que sólo escucho el silencio de la noche, en este momento que pienso en todas las cosas que terminan por irse, algunas de manera callada y otras estridente, no entiendo la razón de porqué las cosas no permanecen.

Como las abejas, como esas compañeras nocturnas que al principio quería alejar por temor al dolor que puede producir su aguijón, pero a las cuales me había acostumbrado.

Finalmente se fueron, ya no están.

Y yo me pregunto si mi callada resignación ante la noche habrá sido la causante.

Si debí haber dicho algo.

Pero cómo detener las nubes, cómo obligar al sol a ser más brillante, cómo hacer brotar una lágrima en un ojo árido, cómo pedirle a las abejas que no se vayan.

lunes, junio 12, 2006

EL CINE

Es de noche. Han juntado lo suficiente para ir a la función de las ocho. Están, como siempre, los tres solos.

Posiblemente la noche está más oscura que de costumbre.

En la calle no hay nadie.

En un principio, hace años, sólo era él, pero ahora, a la distancia también le acompañan sus hijos. No es de extrañar que los tres sean unos pequeños no mayores de diez años.

Caminan.

Van en busca de un camión que los acerque a la vieja sala de cine.

La noche es en blanco y negro.

De pronto ven pasar las casas, los comercios, las luces mortecinas de la calle, de las calles que se pierden en la distancia.

A lo lejos se ve, entre la bruma, el letrero de neón, que anuncia con letras brillantes el título de una película.

Los tres se bajan del autobús, mientras el chofer sin rostro les dice que tengan cuidado, pues la noche no es la misma de siempre.

La distancia entre ellos y la entrada del cine tampoco es igual, es un trecho que se alarga con sus pasos, que se estira y algunas veces se difumina.

El hombre de la taquilla, atrás de un mostrador desvencijado les pregunta si quieren butaca o prefieren algo mejor.

Ellos han ahorrado lo suficiente para tratar de ser distintos.

Pagan por algo que es otra cosa y no lo saben.

En la mano, dentro de unas bolsitas de papel estraza, reciben por su dinero una especie de gelatina y un pedazo de hielo.

Después entran en la gran sala y se apagan las luces.

Ahora nadie sabe dónde quedaron esos tres niños.

Nadie lo sabe.

lunes, junio 05, 2006

EL VENDEDOR DE SEGUROS

Con un portafolio negro brillante, el cabello engominado, los zapatos perfectamente lustrados, con una sonrisa de circunstancias, y una mirada que no ve hacia ningún lado, así de esta manera el vendedor de seguros anda todos los días por la calle, por esa ancha calle de la vida, para ofrecer sus servicios a quien le haga falta lo que él lleva bajo el brazo.

Se despierta al rayar el alba, y considera para su favor todos los augurios: pisa primero con el pie derecho el frío suelo, coloca la punta y después deja descansar el resto, en un ceremonial diario para la suerte; luego se dirige al baño, donde realiza la misma acción repetida en el espejo, abre los ojos hasta que parece que saldrán de sus órbitas, se quita los pelos de la nariz, se rasura con detenimiento, y se cepilla de arriba para abajo los dientes, sin olvidar la lengua; al final toma una ducha fría.

Sus pasos no tienen dirección alguna, desde hace tiempo decidió dejarse llevar por la naturaleza de sus propios sentidos, y nunca descansa hasta que completa una venta que le permita dirigirse hacia otro rumbo.

En su largo recorrido por rutas perdidas, por calles sin nomenclatura, por avenidas como océanos en calma y callejones como ríos y privadas que parecen vialidades públicas, el vendedor no baja la vista ni la sostiene, sólo se deja llevar.

Ha tenido la oportunidad, durante sus múltiples trayectos de encontrar ciertas cosas que no sólo le parecen verdades, sino que son el motivo para caminar otro día, para seguir buscando el sustento para vivir y despertarse a un nuevo amanecer por mucho que esté nublado y sea una mañana fría llena de aguaceros.

Su mercancía no es la misma de otros, él no te ofrece algo para protegerte de la vejez, ni de los terremotos, ni siquiera contra el robo o la enfermedad, tampoco le interesa si te accidentas en el trabajo... él no vende seguros de vida.

No recuerdo cómo lo conocí, en qué momento se cruzó en mi camino, seguramente fui yo el que sin querer tuve la fortuna de encontrarlo, coincidimos, tal vez fue eso.

Cuando se me acercó y me ofreció un seguro, yo hice una mueca con desgano, ya otros me habían ofrecido seguridad a lo largo de los años, casi de manera grosera lo iba a retirar, le iba a pedir que se alejara, que me permitiera seguir con mis negros pensamientos, pero él sólo dijo:

-¿No te gustaría sonreír de nuevo? – mientras sacaba unos papeles de su portafolio y los acomodaba frente a mí.

Ahí, entre sus cosas, guardaba seguros contra la desesperanza, contra la desilusión, contra el pesimismo, seguros para la depresión, para el desamparo, seguros contra la soledad y también para el desamor.

Yo escogí uno contra el desamparo, pero él me dijo que podía quedarme con todos, a un costo irrisorio, sólo tenía que firmar los documentos, aprenderme de memoria sus cláusulas y aceptar las condiciones para disfrutar de los beneficios.

Desde entonces las sonrisas me persiguen a la vuelta de cada esquina y, cuando creo que algo pasa, cuando siento que olvido las cláusulas, de inmediato me dirijo a esos papeles que guardo en el cajón de mi escritorio para releer de nueva cuenta lo que todos los días me depara su contenido.

Fue precisamente en junio, el mes que conocí al vendedor de seguros, y en estos días lluviosos creo que lo he visto pasar cerca de donde juegan mis hijos.

Ojalá que también tú puedas verlo y que él se acerque a buscarte.