miércoles, julio 27, 2005

EL CHINO HILARIO

Habita en un oscuro callejón, sumergido e inerme...

Su cuerpo yace tendido horas y horas, sólo se levanta para conseguir el sustento diario: un desperdicio recogido en la calle, cualquier sobra de comida que alguien le regale.

Vive cerca de la vieja estación del tren, a pocos metros de las “chabelas”, cortesanas milenarias con sonrisas compradas que lo conocen bien sin conocerlo.

Su origen es dudoso, una mezcla informe corre por sus venas: sangre india, sangre del oriente, es el “Chino Hilario” para los del barrio, un lumpen para todos los demás.

Una cosa lo caracteriza, además de la mugre, la espalda encorvada y que siempre anda descalzo, ese murmullo de palabras intermitente que sale de su boca, las cuales, si uno escucha con atención, no significan nada. Repetición obstinada de frases sin sentido.

Los años corren sobre su cuerpo dejando la huella imborrable de la desolación, marcando arrugas en la corteza rugosa llena de costras formadas por el tiempo. Una edad sin números, una edad hecha con extractos regados en las esquinas de las calles Primero de Mayo, Isabel la Católica, Bolívar, Avenida del Trabajo, Lindavista, donde ha dejado huella con sus pies costrosos morbosamente desnudos.

Nada lo perturba, el “Chino Hilario” permanece, parece una más de las estatuas de héroes ilustres y nobles, con sus cacas de palomas sobre el hombro y la calle como un pedestal.

Si una persona intenta acercarse a él y le pregunta algo, su murmullo inteligible cesa, los ojos se agrandan simulando un asombro que no existe, una mueca de farsa cruza el rostro ajado, luego, el parloteo vuelve constante.

Al verlo dormitando el único pensamiento es que así debe ser la muerte mientras descansa, pero al verle a los ojos sólo encuentras algo parecido al purgatorio reflejado en las láminas de Doré. La rutina puede ser para el “Chino Hilario” una forma de flagelarse, y es posible reconocer el miedo en ese cuerpo marchito, un miedo a la nada.

Han pasado varios días en que nadie lo ha visto, para mí el viejo vagabundo es un ser extraviado, una catarsis que nunca acaba, es la representación de la tragedia sin gozo, de la pérdida sin realización y me he acostumbrado a verlo.

Voy a buscarlo, me han dicho que ha muerto presa de un delirio verbal pero no lo creo, salgo fuera de su “territorio” preguntando por él, sólo yo parezco conocer al “Chino Hilario”, es como una sombra que al salir de sus límites no deja nada.

Alguien me dice que lo vio por el Estadio, pasando la colonia Moderna, cerca de las vías del tren, apenas alcanzo a ver cuando sube a un vagón, lo noto distinto, cuando escucho el pitido de la máquina anunciando el movimiento del tren, el “Chino Hilario” me mira, sus ojos brillan y entonces sin que yo lo espere él me sonríe, luego se sienta y con la mano me dice adiós, antes de que pueda contestarle el gesto, bajo la mirada y compruebo que ya está calzado, extrañamente trae unos tenis viejos pero brillantes.

No puedo evitar sonreír, le deseo la mejor de las suertes.

martes, julio 26, 2005

YO TAMBIÉN HABLO DE LA LUNA

Por los 36 años cuando la luna dejó de ser virgen
y nacieron otros astros en una tarde de julio


Había pensado escribir acerca de la luna.

De hecho hice varios intentos utilizando párrafos iniciales como los siguientes: “Han pasado treinta y seis años desde que el hombre pisara por primera vez el solitario satélite...”, “Permanece lejos de nosotros, impávida, blanca y serena...”, “En la noche, y algunas veces en el día, aparece ella, como una compañera distante, pero permanente: la luna...”.

Todos ellos de una sobriedad visible, aunque también intenté ser festivo: “Luna, lunera cascabelera...” y popular: “Cuando la luna se pone redondota como una pelotota y alumbra el callejón...”.

Pero al estar en el momento más inspirado y ya dispuesto a plasmar en palabras poesía de corte celestial, abrí la ventana para poder contemplar con devoción ese objeto femenino distante y sereno. Entonces, vi que unos gatos le cantaban con melancolía a la luna desde la azotea de enfrente.

Después, al voltear hacia la esquina de la calle donde vivo –gesto característico de un vouyerista nocturno- pude observar a una pareja que, entre besos y suspiros, miraban con deleite hipnótico el inefable rostro lunar, tal vez pensando en el goce amoroso que provoca su delectación.

También comprobé que en los periódicos del día, veinte reporteros distintos habían escrito una nota sobre ella: desde sus cráteres hasta su tamaño y distancian mencionaban con fría prosa.

La televisión reseñaba en imágenes cómo la luna había perdido su plenaria virginidad con los pies de un hombre, y repetían la escena una y otra vez como en un acto orgásmico interminable con el voluptuoso regocijo del comentarista en turno.

domingo, julio 24, 2005

CULITOS DE MELÓN

Para Noemí, con cariño


La fruta se desparramaba entre mis dedos, tenía hueva de levantarme por un tenedor, sentía la frescura resbalosa de los trozos desvergonzados y pulposos de la papaya, la sandía y el melón, hasta la manzana con su dulce dureza se retraía al sentir mi contacto, en ese momento todo me valía madre, aún estaba intacto en mi recuerdo y en mi piel el cuerpo de ella...

Podía escuchar a lo lejos, como en un sueño goloso, la música de Los Alegres de la Sierra, como telón de fondo de una tarde redonda que inició poco antes del medio día y concluyó en un gozoso y delirante estallido después de las seis:

"Suerte he tenido de conocerte...
pues yo estaba triste con mi soledad...
Llegaste a mi vida como una paloma
me enseñaste el camino a la felicidad..."


Sabía muy bien que no podría levantarme de la cama en las próximas horas, en toda la noche. Estaba exhausto pero feliz. A pesar de que tenía buen rato que ella se había ido, todavía estiraba la mano y podía tocarla, podía sentir su consistencia, la tersura de cada una de las porciones que tuve la fortuna de degustar hasta saciarme, hasta decir: "estoy lleno de ti".

Me gustaría contarles cómo comenzó todo, cómo fue todo, y posiblemente, si lo hago, si ustedes comparten mi secreto, ella seguirá conmigo…

Era un martes de vacaciones, como quien dice un domingo para el espíritu y un día para el disfrute, estaba acostado y no sé cómo pero de pronto me vi en la calle, caminando entre los puestos de un mercado, no había nadie cerca, todo se encontraba desierto, quería ver más allá de lo que mi ojos me permitían al andar sin lentes pero después de unos metros nada.

Podía sentir en mi nariz el dulce aroma del pecado, casualmente los otros olores no los encontraba, estaban perdidos para mí, caminaba casi a tientas, era como una bruma que me rodeaba, de pronto su figura se abrió paso llenándome de color la mirada.
Su piel de un tono ligeramente amelocotonado se distinguía con claridad, nos vimos sin vernos y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo caminamos uno al lado del otro, sabiendo que pronto pasaría algo, rozándonos de cuando en cuando como sin querer pero deseándolo ambos más que nada en el mundo.

De pronto me sentí con las manos repletas de fruta, una enorme canasta de mimbre a punto de desbordarse conteniendo un racimo de plátanos, uvas, fresas, melón, rebanadas de sandía, manzanas y una enorme papaya se mecían alegremente al compás de mis pasos, ella se sonreía, parecía divertida de verme en esa situación, sin darme cuenta, en un momento, los dos llevábamos la canasta, a pesar de todo no pude sentirme ridículo, al contrario, una suave excitación comenzó a subir por mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo caminamos así, pero en un parpadeo estaba abriendo la puerta de mi casa, que por cierto no era la mía o al menos me era difícil reconocerla, todo seguía envuelto en una bruma, sólo nosotros dos nos encontrábamos enmarcando esa neblina ámbar parecíamos rodeados en una enorme áurea.

Cuando me di cuenta ya estábamos en la pequeña barra de la cocina. Ella sostenía la fruta y lentamente me la iba dando para que yo la partiera con un cuchillo afilado que despedía un brillo cegador de manera continua, esta sencilla acción aparentemente sin importancia era todo lo contrario, la realizábamos como un ritual y con cada porción de fruta que caía en el plato mi excitación crecía.

Ambos estábamos desnudos.

Empezamos a compartir los trozos de papaya, de sandía, de melón, las fresas que parecían de temporada, cada quien introducía un pedazo en la boca del otro y cuando menos nos dimos cuenta ya nos comíamos entre nosotros, en la barra, en el piso, de pie, sentados, podía escuchar claramente mi respiración pero no así la de ella, en ese momento eso no me importaba.

Cuánto tiempo estuvimos, no tengo idea, lo cierto es que como si nos hubiéramos puesto de acuerdo siempre sin hablar, tomamos el inmenso cóctel y, antes de tumbarnos en la cama, la cubrimos con toda la fruta para sentirnos parte de ella y confundirnos, de pronto sus pezones eran dos uvas, su pubis una rebanada de sandía…

Les repito que no puedo medir en horas lo que pasó esa tarde de bruma, nunca he vista tan cerca la felicidad, nunca he sentido en mi boca la frescura que tuve oportunidad de saborear, de pronto quise abrir los ojos para verla y no pude, tenía que mantener los ojos cerrados para sentirla a mi lado, para seguir oliendo su esencia, para continuar con ella.

Cuando finalmente abrí los ojos, sólo un plato de fruta estaba en mi cama y los trozos se desparramaban entre mis dedos, pero el recuerdo de ella se mantenía intacto.

Estoy seguro que en la noche, cuando vuelva a cerrar mis ojos, mientras me como unos cubitos de melón, éstos dejarán de ser simples trozos de fruta y se convertirán en otra cosa para mí, como esa tarde cuando la conocí entre mis sueños.

lunes, julio 11, 2005

UNA PREGUNTA Y UNA RESPUESTA

¿Qué son las palabras sin cuerpo y sin sentimiento? Me gustaría pensar que todas ellas, cuando las acaricias, cuando les abres la puerta de tu casa, cuando te les quedas viendo y las invitas a pasar, se convierten en otro cosa, son parte de ti, pero también parte de los demás, se convierten en parte de todos, algo de esas palabras se desvanece y deja de pertenecerte, es cuando empiezas a compartir lo que tienes en el corazón para que éste siga palpitando sin parar, eternamente... ojalá que tú pensaras eso, sería extraordinario.

jueves, julio 07, 2005

EL SONIDO DEL BAJÍO

Para Disquet y Martha X



Este post lo escribí hace doce años, lo publicaron en un periódico de la vida nacional y ahora lo reproduzco, con ligeros cambios, como un homenaje a Memín, el “símbolo del racismo”, para morirse de risa o de coraje. Y también me pregunto cómo el personaje de un cuento puede provocar esas mafufadas gringas, al rato van a salir conquel Payo es una burla a los “vaqueros” texanos del proyecto, ese sí racista.

En el barrio de Mixcoac hay dos hermanos que tienen un local de revistas usadas. Llevan en ese changarro ya cerca de quince años. Lo inició primero uno de ellos –el mayor, Pedro- pero su hermano Ramón tuvo la iniciativa de introducir revistas “prohibidas” y el negocio prosperó...

Yo los conocí hace muy poco tiempo. Nunca pierdo la oportunidad para husmear siempre que me encuentro un lugar de esa naturaleza, no me da pena confesar que soy uno de esos admiradores de cuentos viejos: El Payo, El Charrito de Plata, Memín Pingüin, Kalimán... y me encanta revisar la mercancía sin fijarme mucho en el aspecto del sitio.

Hago referencia a esto último, por la impresión terrible que despierta la simple vista del lugar, cuyo nombre. “El sonido del Bajío”, mas parece indicar el de una taquería, pulcata o, en el mejor de los casos un café de lectura de tárot, pero si a ello le añadimos la oscuridad que impera dentro del establecimiento, nos da para pensar en muchas otras cosas.

En fin, el caso es que yo caminaba tan quitado de la pena por Centenario, cuando al ver el nombre del local recordé mis raíces y quise sentirme cerca de mi tierra, de plano busqué amparo a los problemas diarios sumergiéndome en la búsqueda de cuentos e historias inverosímiles, me dije a mí mismo: “chingao, un retorno a la niñez, no pasa nada”, y entré.

Decidí en primer lugar preguntar la razón del singular nombre y Ramón fue el que me atendió, sin conocerlo comprendí que una de las características de este señor, a diferencia de mí, no es la cháchara interminable, sino al contrario, su mandíbula cuadrada parecía atascada entre sus dientes, pero todo fue cosa de mirarlo y decirle la causa del bautizo del local, cuando su rostro se transformó.

Me reveló que habían escogido ese nombre, su hermano y él -en ese momento salió el regordete de Pedro- porque ambos recordaban su Sanfe querido cuando el aire de la calle penetraba las revistas viejas, mohosas, derrotadas, tristes por lecturas voraces de una mirada, y susurraba o parecía susurrar una antigua melodía que les cantaba su madre.

No tuve tiempo de enternecerme, cuando intenté decir algo, incluso confesar que yo era de Guanajuato, los dos me hicieron un guiño y con las manos un gesto displicente, recorrieron a un lado las cortinas que separaban el cuarto y pude ver la colección de revistas prohibidas, los tres sonreímos al mismo tiempo.

lunes, julio 04, 2005

EL PUENTE DE LAS ENCUERADAS

La noche no terminaba de caer en el agujero que había escogido para pasar el temporal, tenía más de tres días de caminar por la carretera, y finalmente me sorprendió una lluvia como agua bendita, que fue creciendo hasta convertirse en un diluvio, faltaba poco para llegar a mi destino, lo sabía, pero necesitaba un espacio para descansar, un lugar donde no se confundiera mi sudor con el agua del cielo, lo que no podía saber es que el sitio elegido habría de colapsarse casi igual que mi vida entera…

Ahí estaba yo, agazapado, cubriéndome entre las piedras y las ramas de los huizaches, con los pies mojados y enlodados, hasta podía sentir entre mis dedos la tierra húmeda encharcada y el agua que corría como delgadas serpientes líquidas mordiéndome cada cierto tiempo. Casi sin darme cuenta la oscuridad empezó a cubrirme todo el cuerpo, primero fue ennegreciendo el suelo llenándolo de sombras y luego me tocó a mi, casi podía sentir la materia viscosa de la noche.

Antes de hundirme en su dominio levanté la vista y pude todavía ver muy cerca de donde me encontraba, a menos de seis metros, un puente, en la parte alta colgaba un letrero verde con letras borrosas y temblorosas que se movían con las gotas del agua: “PUENTE ARROYO ZARCO”, alcancé a leer y después desapareció ocultándose entre la penumbra.

Intenté cerrar los ojos para dormir un rato, con la esperanza de que la lluvia me permitiera poco después continuar mi camino, pero las imágenes que se me presentaban al hacerlo me obligaron a despegar los párpados y contemplar los destellos que de cuando en cuando aparecían a la distancia.

Esas imágenes están siempre conmigo, en mi interior, me acompañan a todos lados los mil cuatrocientos cuarenta minutos del día, es algo que no puedo evitar, no puedo escapar a ellas y la noche es su aliada más firme, su mejor amiga, su confidente y por lo tanto mi enemiga, pues me obliga a verlas, a pronunciar su nombre en voz baja, la primer letra de su nombre como una negación, como un llanto: No… No… No... hasta hacerme desfallecer.

Estoy con la mirada perdida en lo negro de la noche, sé que tengo los ojos abiertos porque veo de cuando en cuando los faros intermitentes pasar, semejantes a bolas de fuego en hileras hormigueantes, puedo percibir el rumor del viento y siento la lluvia agitarse afuera de mi refugio improvisado, entonces, todo el espacio que habito temporalmente se ilumina, parece arder.

Es un estruendo que no termina, un vehículo acaba de impactarse en el puente, cierro y abro los ojos para comprobar que no estoy dormido pero permanezco en la misma posición, no atino a moverme, han pasado, creo, varios minutos y el fulgor continúa, entonces sale del carro una sombra brillante sin rostro, se voltea hacia donde estoy y desaparece.

Me quedo atónito, con los pies entumecidos camino hacia donde se encuentra el auto, la escena está completamente iluminada como por lámparas divinas, llego y sin transición abro la puerta sólo para comprobar lo que me temía: en su interior están dos cuerpos, parecen sin vida pero brillan en la oscuridad, son dos mujeres completamente desnudas.

En ese momento, cuando las contemplo sintiéndome extrañamente “normal”, sin temor, compruebo que no sólo brillan, sino que ellas, cada parte de su piel, tiene una palidez increíble, estiro la mano para tocarlas y entonces, en un segundo, todo desaparece.

Escucho que algo se mueve, pienso que soy yo que estoy temblando, que son mis dientes que tienen rato de castañear, pero es algo más profundo, viene de todas partes, volteo hacia una lado y otro, fatalmente compruebo que es el puente que empieza a derrumbarse por un costado, no sé cómo pero mis piernas se mueven y salgo corriendo hacia mi escondite donde pierdo el conocimiento.

Desde muy lejos percibo el llanto que producen los frenos, ese chillido lastimoso, molesto, de las llantas al embarrarse en el pavimento, en pocos minutos toda la carretera empieza a llenarse de luces, de voces, de gritos, de gente.

A mi lado, sin verme, están dos oficiales de la policía, señalan la parte del puente, el lugar donde la tierra se desgajó, comentan por lo bajo lo extraño del caso, recuerdan cómo hace muchos años en ese mismo lugar se mataron tres personas, y al hacer su reporte por radio, uno de ellos, entre sorprendido e irónico señala que el accidente es en el “Puente de las Encueradas”.

Yo me acurruco y cierro los ojos, prefiero ver las imágenes que quiero borrar de mi mente que continuar observando a los curiosos que se amontonan, y a los reporteros que preguntan una y otra vez cuál fue la causa del derrumbe, porque eso es algo que sólo yo sé y que me acompañará a partir de hoy, como las imágenes que quiero borrar desde hace tanto tiempo.