jueves, agosto 30, 2007

CARPAS PACHECO


Para Hebbita, mirada celeste, con mucho cariño.

Perro, Miguel y el Licenciado entraron al lugar lleno de olores, a ese pequeño espacio con mesas cuadradas y letreros que le quitarían la sed a cualquiera con tan sólo un trago. Estaba repleto. Risas en cada rincón, rostros deformados por la alegría, un poco de aserrín en el piso, cuadros de imágenes antiguas con leyendas escritas al borde y música por todos lados, música para recordar y para olvidar a la ingrata.

Era apenas martes a las dos de la tarde, y los tres estaban en su elemento. Caminaron por entre las mesas, en busca de un sitio donde pudieran sentarse, siguiendo con la mirada los cuerpos opulentos de las meseras, “de pechos y caderas llenos”. Por fin encontraron mesa, cerca del último rincón, apenas a un lado del diminuto baño sin puertas, baño exclusivo para hombres.

Porque en “Carpas Pacheco”, en su planta baja, todavía continuaba esa tradición ya obsoleta de prohibir la entrada a las damas, pese a que en cualquier otro sitio era letra muerta, desde hacía mucho que el negocio de bar exigía el cupo mixto, y ahí parecía hasta una excentricidad no dejar que las mujeres lo hicieran, para eso estaba el segundo piso como una concesión.

Pero en verdad que eso poco les preocupaba a ellos, amigos hechos a la distancia y las diferencias, para los tres sólo bastaba que hubiera cerveza fría, rica botana y mucha conversación, el diálogo era lo de menos, el engañoso ruido de las palabras se convertía en mero pretexto, los temas también.

Uno de ellos, Perro, continuaba con una idea que venía arrastrando apenas subir al carro y durante todo el trayecto: que las pistolas eran celosas, y que no era cosa de hacerlas enojar, “por ningún motivo”, decía muy serio.

Aún no digería que en su nuevo rol dentro de la corporación le hubieran quitado a “la morena”, como llamaba cariñosamente a su arma, una vieja 38, la primera que le asignaron cuando se convirtió allá en su juventud en lo que ahora era.

Con la mano, Perro hacía un movimiento que por momentos parecía erótico, acariciaba la parte externa de su cintura, un poco arriba donde se encuentra la bolsa del pantalón, y luego sonreía de manera evocadora, como recordando cuando “la morena” le acompañaba.

-Nunca me perdonará que la haya abandonado- decía melancólicamente.

Miguel y el Licenciado sonreían de manera condescendiente, ellos le pidieron guardar silencio con un gesto cuando una de las meseras se acercó con un plato rebosante de tostadas cubiertas con guacamole y ceviche por partes iguales, además de tres tazones con caldo de camarón picante.

El que propuso el primer brindis fue Miguel, no muy original, pero efectivo: “Por ellas, aunque mal paguen”, y luego burlonamente: “Hasta las pistolas”, soltando una carcajada.

Ese fue el punto de arranque para levantar las botellas ambarinas y chocarlas, para perderse en la plática, para coincidir mientras la música seguía, mientras el trío norteño sin claudicar ofrecía cada dos por tres alguna melodía “baratita”.

Justo cuando trajeron los platos de carpa frita, después de muchas palabras flotando en el aire del bar, el Licenciado supo que ese día sería especial para él. No necesitó adivinarlo, lo escuchó a la distancia de labios de una mesera que repetía: “por favor, pase a la planta alta”, y en eso la vio.

Ella estaba en la puerta, con un suéter que hacía juego con sus ojos azules, un pantalón de mezclilla, y una gran sonrisa, el cabello castaño le caía en los hombros.

En un segundo, casi en lo que los otros levantaban la botella para volver a brindar, él estaba a un lado de esos ojos, ofreciéndose a acompañarle, incluso platicar si así lo prefería, estar, simplemente estar.

Se había quedado de ver con unas amigas que por fortuna para el Licenciado nunca llegaron, así se lo dijo ella, mientras los dos subían las escaleras, en el último escalón, se detuvo y le dijo su nombre de dos sílabas y miles de significados: Eva.

Nadie pensaría, ni siquiera los sorprendidos Miguel y Perro, que hasta la fecha el Licenciado sigue acompañándola, no sólo de día sino también en las noches, desde aquella tarde cuando juntos se tomaron unas cervezas en Carpas Pacheco y empezaron a conocerse.

jueves, agosto 16, 2007

LA NIÑA DEL PESERO

Es de noche.

Afuera llueve como lo ha hecho casi todo el mes.

Él espera en una ancha calle llena de luces móviles que le agitan el cabello, apenas si atina a cubrirse las gotas que le resbalan por la cara, de cuando en cuando se pasa la mano por la frente, se sacude un poco y mueve los hombros que cada vez le pesan más.

Parece que se le ha hecho un poco tarde, porque la combi no termina de llegar para trasladarlo cerca de su casa: un espacio de cuatro paredes, una cama, un pequeño buró, una repisa con unos cuantos libros, un mueble viejo de múltiples usos que a él le sirve para planchar, y una lámpara que muy a fuerzas ilumina sus pensamientos.

Pero él sigue en esa enorme avenida de relampagueantes bólidos, que llevan rostros sin forma, opacos y borrosos ocultos en cristales, mientras la lluvia continúa lenta y persistente, semejante a brisa marina de la ciudad, que difumina las cosas, las pixelea disminuyendo su calidad.

Él busca con la mirada la ruta que habrá de transportarlo, no la azul ni la roja, tampoco es la verde, ni la amarilla, en realidad se trata de la ruta gris, la número uno, la que toma por el Libramiento y lo deja en el IMSS, la que todos conocen como Circuito.

Está a punto de darse por vencido, sabe que ya es tarde, no decide si tomar un taxi o emprender una larga caminata y empaparse de verdad, cuando ve que se aproxima un “pesero” que por obra de la providencia es el suyo. Levanta la mano para detenerlo, pidiendo mentalmente que no vaya lleno, lo que comprueba al verlo parar.

Sube agradecido y se deslumbra ante el brillo de la luz interna que cubre el interior, tan brillante que por momentos lo enceguece. Toma asiento en la parte trasera casi sin darse cuenta en los demás pasajeros, abstraído como está por la larga espera, tiene el deseo de cerrar los párpados, húmedos párpados, y dejarse llevar por las imágenes que desde hace tanto tiempo lo acompañan.

En ese momento, justo entre la mitad de su cansancio, a punto de encorvar también la espalda, se da cuenta que a su lado está un ángel: una pequeña niña sin edad que le sonríe.

De pronto escucha música como de la nada; es una música nueva que invade, que se adueña de todo a su alrededor, y sin haberla escuchado nunca antes él se reconoce en ella, sabe de qué se trata, mira a la niña a los ojos y le devuelve la sonrisa.

Después, cuando la combi realiza todo el recorrido y llega a su base, en el momento en que ya todos los pasajeros han descendido, sólo queda uno, a simple vista él duerme, pero en verdad camina de la mano, desde mucho atrás con una pequeña niña sin edad, mientras los dos sonríen.