jueves, junio 28, 2007

VIAJE A QUIROGA

Para Sian, en su día

Salieron al atardecer, en un carrito sedán, alegres, los tres completamente despreocupados, como si intuyeran que los martes son días buenos para viajar. A la distancia se veían las nubes de junio, que anunciaban esa lluvia perfecta para enamorarse, y en el camino los árboles de capulín les fueron haciendo compañía.

Iban callados, era como si empezaran a conocerse, aunque en verdad ya sabían todo unos de otros o casi todo. Al que manejaba le decían “Perro”, un apodo que en realidad no lo era, pues se apellidaba Perrosquía, y era el más feliz, ya que él había propuesto el viaje a la que consideraba su tierra: Quiroga.

Ahí trabajó cuatro años. En ese pequeño pueblo estuvo comisionado durante ese tiempo que según decía, “pasó volando”. Aunque no hablaba mucho sus ojos no paraban de hablar, y su sonrisa lo decía todo, quería impresionar a otro de los pasajeros conocido como el “Licenciado”, el único extranjero en esa parte del mundo, halagarlo con una comida, una que “nunca olvidaría”.

El tercero, un güero de rancho, grandote pero noble, de nombre Miguel, nacido también en la región, un poco más lejos, en Ario de Rosales, permanecía mudo entre la plática esporádica de los primeros dos que viajaban en la parte delantera, aunque de tanto en tanto se metía para opinar, en especial sobre el paisaje y para reforzar el tema de la comida.

Y es que ese día de junio la comida era el platillo fuerte y la razón de esa travesía por una carretera angosta, llena de curvas, entre cerros verdes húmedos, entre cientos de capulines y viejos cedros, porque en Quiroga, según dicho de “Perro” secundado por Miguel, y por los mismos pobladores, se hacen las mejores carnitas de México, la capital mundial de las carnitas.

Ya era tarde cuando llegaron, apenas si había gente en el jardín con su viejo kiosko, algo que los promotores del viaje no consideraron, el que no hubiera comida.

Lo primero que le dijeron al “Licenciado” es que no se preocupara, porque encontrarían algo entre esos puestos que al parecer estaban cerrados, y otra opción sería ir a un establecimiento fijo, pero la desecharon al escuchar decir a su invitado que no se preocuparan, lo importante era conocer, estar juntos y disfrutar, ya habría un momento para degustar esas famosas carnitas.

En eso estaban, decidiendo qué hacer, cuando se les acercó una señora, una venerable anciana:

-¿buscan de comer?- les preguntó, con un hilo de voz que no dejó de sonar extraño, morboso. Luego, con un gesto les pidió que la siguieran.

Pasaron por el mercado de artesanías, entre los puestos donde se veían guitarras de Paracho, colchas multicolores, sillas de madera y tambores infantiles. Caminaron a un lado de hileras de mercancías, sin que nadie les ofreciera nada, como si todos supieran cuál sería su destino.

Llegaron hasta la última calle del pueblo, y la dejaron atrás, subieron por el cerro, a un costado de casas de lujo con parabólicas y hombres que parecían estar armados, se adentraron entre los árboles un poco preocupados pero tratando de no perder a la mujer que pese a la edad iba con paso seguro tras un camino ya conocido.

Los tres ni siquiera se volteaban a ver, como apenados de estar haciendo algo indebido, temerosos de que sus ojos pudieran traicionarlos, simplemente caminaban.

En eso la anciana se detuvo, hizo a un lado las ramas de un viejo árbol, apenas las suficientes y les mostró lo que ya imaginaban, frente a ellos en una casucha de madera, toda pintada de amarillo, había carne pero no era comida, “Perro” “El Licenciado” y Miguel sonrieron.

De regreso, si se puede más parlanchines que nunca pero sin mencionar nada, todavía tuvieron ánimos para pasar a Capula, a comprar unas ollas de recuerdo, aunque estaban seguros que nunca olvidarían el viaje a Quiroga.

miércoles, junio 13, 2007

MI VIDA EN MORELIA

La vida, a la larga, son sólo circunstancias
Borges

Hoy vi llorar a una mujer y pensé que era afortunada. Me trajo a mi escritorio unos papeles y cuando le pregunté qué pasaba tragó saliva, entornó los ojos y desvió la mirada, hizo un gesto, uno de esos gestos que dicen “ahora no…”, luego se fue caminando rápido con cierta lentitud en los huesos. Me dejó inquieto.

Ya ha pasado casi un mes desde que llegué a Morelia, un mes con más días de los acostumbrados, un largo mes con sus múltiples noches de pocas cobijas y amaneceres fríos.

No supe cómo pasó, quizá no quiero recordarlo. De un día para el otro me quedé en el aire, en el suelo, entre la tierra y la blanca claridad de la nada, volteando para atrás, hablando en voz baja del presente, casi desnudo de futuro, sin expectativas.

En un momento sólo tenía las pocas palabras que he escrito en estos años, palabras que bien a bien no sentía ni siquiera mías, de pronto me quedé incluso sin palabras, fracturado de los dedos y, porque no, de las ganas de seguir, lleno de incertidumbre, me quedé solo, hundido, solo…

Siempre he creído que el trabajo nos justifica, pero nunca he sido un fanático de trabajar, y desde la primera vez que lo leí, desde esa juventud que no se va pero que ya se divisa a cierta distancia, cuando leí un comentario de Mario Vargas Llosa sobre el trabajo alimenticio y el trabajo que te alimenta el alma, comprendí que los dos se complementan, aunque el primero sencillamente paga las deudas.

Creo que ya lo saben, estuve sin trabajar varios meses, estuve sin ninguno de los dos trabajos. Picando piedra aquí y allá, hablando, esperando también que el teléfono sonara, saliendo de casa con una sonrisa y regresando sin siquiera una mirada. Llega un instante que hasta mover los músculos de la cara cuesta fingir.

Lo sé, ni soy el primero ni soy el único ni lo seré: “eso le pasa a cualquiera”, eso me pasó a mí.

Una tarde sonó mi celular, cuando todavía entraban las llamadas y era la voz de un buen amigo, era la voz de Pascual que me decía, que me preguntaba con desparpajo que qué chingaos hacía. Yo la verdad ya había perdido las esperanzas con él y con cualquiera, estaba pensando sencillamente en no sé… le dije que me disponía a seguir viviendo y a rogar por esa pequeña cosa que te puede hacer levantar, le dije que esperaba su llamada.

-Pues ya está, prepárate porque te vienes conmigo, ya se abrió la posibilidad.- Me dijo con un tono que me sonó mágico.

La propuesta era clara: trabajaría con él en un área operativa, cuesta creer que con uniforme, en una ciudad desconocida y en algo que en mi vida hubiera imaginado, hasta me visualicé como Pedro Infante, pero ahora las cosas han cambiado.

En este poco tiempo ese primer proyecto se acabó, todo fue llegar y organizar papeles, escribir proyectos, revisar pendientes para que otra fuera la tarea encomendada, y qué les puedo decir, estoy en mi elemento, atrás de un escritorio, con una computadora, una ventana que da a una ciudad que ya no me parece tan extraña, a la que veo con otros ojos y sencillamente es bella.

¿Pero recuerdan que hoy vi a una mujer llorar?

Sucede que ella se sintió desplazada, pero la realidad es que como todos o casi todos, trabaja por necesidad.

Ella me dijo que no le reconocen lo que hace, que pasa horas y más horas en la oficina, que le dijeron algo sobre echarle ganas para trabajar, fueron lágrimas porque en lugar de regaño esperaba un reconocimiento, fue ese sentimiento que aparece cuando crees que mereces más por lo que haces y los demás no lo ven.

Así pasa, le dije, y desafortunadamente le puede ocurrir a cualquiera, pero lo importante es que tiene la oportunidad de demostrar lo contrario, no fue un buen consuelo, lo sé, pero dentro de mí supe que ella siempre tendrá la posibilidad de llorar y desahogarse, y hay quienes tienen pocas cobijas y amaneceres fríos, donde sin embargo ya se vislumbra el sol.

Aquí en Morelia.