Tiempo soy entre dos eternidades.
Antes de mí la eternidad y luego
de mí, la eternidad. El fuego;
sombra sola entre inmensas claridades.
Carlos Pellicer
Jaime se levantó de la cama. Estaba desnudo.
Atrás, entre las sábanas se encontraba Leonor, la primera mujer con la que había tenido relaciones después de dieciséis años de monogamia forzosa, obligada forma de mantenerse en paz con su conciencia y con la conciencia colectiva, con esos otros ojos que le miraban en la mesa, en el autobús, en la calle, en el trabajo, a todas horas, incluso mientras dormía.
En ese momento nada le importaba.
Él caminó hacia el baño, ya no era joven, su cuerpo daba muestras del andar cansino de quien ha bregado para abrirse paso sin otra meta que seguir viviendo sólo con sueños, con una vida sedentaria llena de otras que le componían el ánimo con su energía e inocencia.
Se detuvo frente al espejo, pudo verse a sus anchas, en esos espejos que inundan los cuartos de hotel, que se te aparecen de manera insospechada en las paredes y en las puertas blancas y muchas veces hasta en el techo.
Observó una ligera curvatura en el abdomen, una pancita de cuarentón que hace dietas y un poco de ejercicio, se miró las canas que empezaban a aparecer formando líneas claras entre su cabello. Hizo un gesto de extrañeza, apenas si había notado el transcurrir de los años, todavía recordaba sus vigorosos veinte, todavía podía percibir cómo la sangre circulaba por su cuerpo.
Mientras se lavaba el pene, mientras lo frotaba con jabón y abundante agua, sintió que esa juventud que anidaba en la cama lo requería, como un susurro desde esas pálidas sábanas parecía decirle que ahí encontraría la paz que desde hace mucho él solía anhelar, y su miembro empezó a transformarse con una calidez, un calor interno que le despertó una sonrisa.
Era la tercera vez que Jaime hacía ese recorrido, que circulaba entre espejos por ese pasillo que lo conduciría al amor oculto, vedado, secreto, y en cada recorrido del baño a la cama, seguía sorprendiéndose porque al caminar notaba cómo su miembro se agitaba orgulloso de sí mismo, de su naturaleza, envalentonado de su propio ímpetu, autónomo.
La joven Leonor lo esperaba casi como si fuera la primera vez, como si su vientre no se hubiera agitado ya antes, con un cuerpo propicio, húmedo, sensible al tacto, incansable, con unos ojos de fuego y una lengua cantarina y unas piernas a las que sólo les hacía falta para estar completas cientos de caricias.
Habían pasado una, dos, tres horas, es cosa de no saberlo, nadie podría describir lo que en esa habitación se dio entre los dos, pero las manos de ambos, los poros de estos amantes tuvieron vida propia en esos instantes sin reloj, sin nada de por medio.
En la semioscuridad del encuentro, sólo podían percibirse susurros agitados, cosas sin nombre, o llamadas de otra forma, inventándose sobre el crepitar del colchón nuevos movimientos entrelazados en escalas que bien podrían ser melódicas, líricas, de sexo puro, del buen sexo.
Después de terminar por cuarta ocasión, los dos sonrieron, cada uno con sus propios pensamientos, cada uno disfrutando de la entrega, cada uno imaginando ya nuevos encuentros, pero también percibiendo que éste podría ser el último.
Sólo que Jaime ya sabía algo, que después de tantos años sin sexo con otra, con otras, intuía con claridad que al abrir la puerta, estaba recobrando a ese otro yo que había mantenido sosegado en su interior, y comprendía que a partir de ese mediodía de invierno, él simplemente sería desde entonces el hombre que sí.
Y que pronto habría de descubrir otras muchas nuevas formas de amar, sin restricciones.