lunes, octubre 31, 2005

BECERROS PERDIDOS EN LA NOCHE

Eran las cuatro, cinco de la mañana. Afuera sólo la luna estaba despierta, al alba, con ese resplandor a medias que no arde, apenas asomando sus párpados por entre los huecos, como escondiéndose, un poco cansada también de tantas noches de octubre, hasta ella se hallaba en ese suave sopor de la madrugada, cuando un inesperado mugido interrumpió el descanso de las nubes…

Aquí entro yo en escena. No sé cómo pero en ese momento, justo en ese instante, me encontraba plácidamente soñando, creo recordar, casi estoy seguro que era N., con el cabello así de largo, que me decía tantas cosas con su mirada, con su sonrisa, y otra vez con su mirada.

No podía creerlo, tenía días enteros sin poder pegar los ojos, sin soñar con ella , desperté con sobresalto, con disgusto, y no puedo negar que con un poco de espanto, pero ya la ilusión, el ensueño estaba por completo resquebrajado.

Me quedé un rato en la estúpida contemplación del techo de la recámara, todavía sin entender ese peculiar sonido que había salido de la noche, guardado como un eco en el patio de mi casa y de pronto otra vez ese mugido persistente, allá, atrás de las paredes.

Resignado salí de la cama, toqué el frío piso sin cuidarme de posar primero el pie derecho, esa cábala de todas las mañanas, me levanté directo a las escaleras, abrí la puerta y me adentré sin meditar en la oscuridad de la calle.

Frente a mí, como una quimera, en medio de la nada, tres becerros me contemplaban con fría insolencia. Sus ojos acuosos, líquidos, se posaban sin curiosidad, sin reserva en los míos, era como si quisieran decirme algo pero no encontraran las palabras.

Sin pensarlo levanté una piedra, un pequeño pedrusco, lo apreté con la mano y de manera amenazadora hice el intento de arrojarlo hacia los tres animales, que de nueva cuenta volvieron a contemplarme sin emoción alguna.

Así estuvimos no sé cuánto, pero ellos, estoy seguro, parecían más sorprendidos que yo, incluso se les veía decepcionados, había como un dejo de desilusión en sus miradas.

De pronto los becerros comenzaron a caminar por la calle, se fueron alejando, antes de perderse entre la noche se detuvieron de nuevo y como si se hubieran puesto de acuerdo voltearon hacia donde me encontraba, al mismo tiempo levantaron la cabeza y emitieron el mugido más triste que he escuchado, luego desaparecieron.

Me quedé parado un largo rato viendo hacia donde se habían ido, todavía con la mano apretando la piedra, después simplemente la dejé caer con un sentimiento culpable y entré a la casa.

Ahora, todas las noches, pienso si esos tres becerros perdidos que me despertaron traían consigo un secreto mensaje.

miércoles, octubre 19, 2005

LAS DOS LUCHAS

Para Vir&, aunque no le gusten las rancheras

...Bajo el árbol solitario del silencio,
cuántas veces nos ponemos a soñar,
todos vuelven por la ruta del recuerdo,
pero el tiempo del amor no vuelve más.

El llanto de un pequeño se escucha a lo lejos, así como el constante ladrido de los perros en la oscuridad, esos sonidos y muchos otros no se pueden ocultar al cerrar los ojos, ni con la almohada encima de la cabeza, tampoco es posible acallar en la memoria las palabras, el eco, y otra vez las palabras, esa voz…

Era intolerable para Lucila no poder encerrarse en su propio mundo, tenía que participar forzosamente en ese otro que tanto le reclamaba, pero era aquel en el cual entró hace ya cientos de noches, en donde quería habitar, como ese nocturno sueño que se pierde entre la neblina y permanece flotando.

Acababa de apagar la radio. El dulce sonido de ese viejo vals que repetían siempre a la misma hora, ese en el que utópicamente todos vuelven, y que a ella le hacía necesario creer, se escuchaba tan bien como si fuera verdad, se deslizaba en sus oídos con tanta facilidad que algunas veces terminaba con lágrimas en los ojos.

Estaba sola y ella era conciente de ello, desde que su padre murió siendo una niña, nunca había conocido a nadie que le brindara cariño. Pero un día, hace algunos años, le habían susurrado algo que no podía olvidar:

“Creo en lo que eres, pero tú necesitas creer en lo que soy para que podamos estar juntos…”

Lo escuchó cerca de su oído derecho, mientras permanecía recostada viendo hacia la pared en esa habitación que compartía consigo misma, y sintió un escalofrío por toda la espalda que la dejó paralizada, agonizante, muda.

Una anciana, vecina de su cuarto, a la que necesitó confesarle lo que había vivido, imaginado, alucinado, fríamente le dijo en ese entonces:

-¡Ay Lucha! a ti el que te habló fue otro muerto, ya no le busques, esa era su voz, pero ya se fue, olvídate de eso… él no va a regresar… piensa que a las palabras se las lleva el viento, así me pasa siempre eso a mi.

No era tan fácil, no para ella. Las palabras eran cálidas, invitadoras, sugerentes, únicas, necesarias, la atormentaban pero la hacían sentir menos muerta, con ese hálito de vida que sólo sentía por las noches.

Recordaba cada una, sílaba por sílaba, pero en especial resonaba en su cabeza y en su pecho la necesidad de creer para estar junto a esa otra persona.

Quería creer, estaba dispuesta a hacerlo.

Caminaba con los ojos abiertos hacia lo demás, pero vueltos hacia adentro todas las mañanas, tardes y noches en que iba y regresaba en ese deambular sin sentido, por un largo pasillo colmado de puertas y ventanas completamente cerradas.

Una mañana vio a otra mujer, muy parecida a ella misma, que se encontraba recargada en una de las blancas paredes, cerca de una ventana, murmurando algo entre dientes, su cuerpo tiritaba, apenas podía distinguirse algo como una vieja canción:

“Mañanita...Mañanita...
sabes lo que sufro yo...
triste vengo a suplicarle
que me vuelva a dar su amor...”

Se acercó para tratar de ayudarla, la tomó de los brazos, sin apenas tocarla, y comprobó lo que temía, lloraba sin derramar una lágrima, pero en lo profundo de sus ojos se veía un pozo oscuro líquido.

Le recostó la cabeza en su hombro, ni cuenta se dio ni supo cómo lo hizo, pero al sentir su respiración cerca, esa calidez que brinda un abrazo, las lágrimas de las dos empezaron a fluir, a confundirse.

Sin ponerse de acuerdo comenzaron a caminar hasta llegar al cuarto de Lucila, ahí, como un reflejo, se sentaron al mismo tiempo al borde del catre, siempre las dos calladas.

Sus ojos empezaron a murmurar palabras, iniciaron un sencillo diálogo, se intuyeron iguales, sonrieron, esbozaron primero una sonrisa tímida, luego ésta les cubrió todo el rostro.

La mujer se presentó, su rostro pálido, fantasmal, contrastaba con la tez morena de Lucila, pero se parecía tanto a ella misma.

-Me llamo María de la Luz, pero todos me conocen como Lucha -le dijo, con una voz idéntica a la suya- No recuerdo cómo llegué a este sitio, estoy confundida, apenas hace rato soñaba con alguien y cantaba una canción, no sé qué hago aquí.

-No te preocupes –le contestó ella-, nadie lo sabe, puedes quedarte el tiempo que sea necesario, yo seré tu amiga, somos casi iguales, a mí también me llaman como a ti, ya no estaré tan sola, ni tú tampoco, nuestra amistad será un secreto...

Lucila se queda callada de pronto, ve cómo entra una mujer de bata blanca moviendo la cabeza, con una cara de reproche, casi ni escucha lo que le dice.

-Otra vez hablando sola Lucha, de nuevo vas a empezar con eso, haber tómate tus pastillas, si no nunca te vas a curar.

No le importa, abre la boca sin protestar, incluso le da tiempo de sonreírle a la otra Lucha que sólo se queda viendo la escena sin participar, ambas hacen un guiño cómplice casi al mismo tiempo, las dos saben que nunca van a separarse.

jueves, octubre 13, 2005

LA TAREA DE SEBASTIÁN


Hace unos días me puse a corregir un trabajo escolar de mi hijo de doce años, mientras peleaba con la instalación de una nueva impresora, lo hice sin que él lo supiera, nunca le ha gustado que meta mano en sus cosas, seguramente por eso tiene tan buenas calificaciones… pero esperen, no se espanten, no se trata de un panegírico sobre mi vástago, realmente me sorprendió leer un párrafo que voy a transcribirles.

“Momo era una niña que sabia escuchar muy bien, aunque a muchos esto les parezca que no es nada, ella era capaz de resolver problemas sencillos o grandes con solo escuchar y es que esto es muy importante porque el o la que escucha bien es gente con valores y con la que te da gusto platicar.”

Lo pongo tal cual, sin agregar acentos ni cambiar la redacción, viejo vicio que tengo desde hace muchos años, porque me interesa compartir esa visión de mi pequeño, aunque esté describiendo al personaje principal de una novela de Michael Ende, parecería que habla de sí mismo, pero sin saberlo.

Recuerdo que cuando estaba en tercero o cuarto de primaria, un día le pregunté sobre su buen desempeño en la escuela, bastante intrigado porque nunca lo veía estudiar o tomar un libro, sólo al hacer la tarea, y jamás se me va a olvidar su respuesta, que por cierto fue inmediata, sin meditar lo que me diría:

-Sólo pongo atención a lo que dice la maestra, eso es todo, la escucho.

Realmente este párrafo escrito por Sebastián, un párrafo escondido entre treinta de la tarea de mi querido Sian, como le decimos en casa, despertó en mí el deseo de leer “Momo”, sobre esta niña que sabe escuchar, pero mentiría si no dijera que lo hice motivado también por encontrar más recuerdos de él, de su niñez, ahora que está creciendo tan rápido.