BECERROS PERDIDOS EN LA NOCHE
Eran las cuatro, cinco de la mañana. Afuera sólo la luna estaba despierta, al alba, con ese resplandor a medias que no arde, apenas asomando sus párpados por entre los huecos, como escondiéndose, un poco cansada también de tantas noches de octubre, hasta ella se hallaba en ese suave sopor de la madrugada, cuando un inesperado mugido interrumpió el descanso de las nubes…
Aquí entro yo en escena. No sé cómo pero en ese momento, justo en ese instante, me encontraba plácidamente soñando, creo recordar, casi estoy seguro que era N., con el cabello así de largo, que me decía tantas cosas con su mirada, con su sonrisa, y otra vez con su mirada.
No podía creerlo, tenía días enteros sin poder pegar los ojos, sin soñar con ella , desperté con sobresalto, con disgusto, y no puedo negar que con un poco de espanto, pero ya la ilusión, el ensueño estaba por completo resquebrajado.
Me quedé un rato en la estúpida contemplación del techo de la recámara, todavía sin entender ese peculiar sonido que había salido de la noche, guardado como un eco en el patio de mi casa y de pronto otra vez ese mugido persistente, allá, atrás de las paredes.
Resignado salí de la cama, toqué el frío piso sin cuidarme de posar primero el pie derecho, esa cábala de todas las mañanas, me levanté directo a las escaleras, abrí la puerta y me adentré sin meditar en la oscuridad de la calle.
Frente a mí, como una quimera, en medio de la nada, tres becerros me contemplaban con fría insolencia. Sus ojos acuosos, líquidos, se posaban sin curiosidad, sin reserva en los míos, era como si quisieran decirme algo pero no encontraran las palabras.
Sin pensarlo levanté una piedra, un pequeño pedrusco, lo apreté con la mano y de manera amenazadora hice el intento de arrojarlo hacia los tres animales, que de nueva cuenta volvieron a contemplarme sin emoción alguna.
Así estuvimos no sé cuánto, pero ellos, estoy seguro, parecían más sorprendidos que yo, incluso se les veía decepcionados, había como un dejo de desilusión en sus miradas.
De pronto los becerros comenzaron a caminar por la calle, se fueron alejando, antes de perderse entre la noche se detuvieron de nuevo y como si se hubieran puesto de acuerdo voltearon hacia donde me encontraba, al mismo tiempo levantaron la cabeza y emitieron el mugido más triste que he escuchado, luego desaparecieron.
Me quedé parado un largo rato viendo hacia donde se habían ido, todavía con la mano apretando la piedra, después simplemente la dejé caer con un sentimiento culpable y entré a la casa.
Ahora, todas las noches, pienso si esos tres becerros perdidos que me despertaron traían consigo un secreto mensaje.