jueves, julio 27, 2006

ENCUENTRO EN LA GRUTA

"No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas."


García Lorca



Todo empezó hace unas semanas, quizá unos meses...

No supe ni en qué momento le dije ésas dos palabras, aún antes de conocerla. No me di cuenta cuándo pude por fin acariciarla sin apenas haberle rozado esa parte descubierta de sus hombros, bajo una blusa blanca transparente, pero recuerdo su manera de caminar, su mirada ansiosa y sus pasos apresurados para recibir mis manos anhelantes.

Y el abrazo, ese instante que duró menos que una respiración. Cómo olvidar lo que había imaginado de tantas formas, bajo una minuciosa serie de situaciones, es algo que se queda aquí, aquí, en esta parte, cerca de todo lo que uno es.

Exactamente de esa manera.

Las eventualidades para poder vernos son difíciles de explicar, y en realidad no tengo deseos de hacerlo. Un día supe que ella viajaría a un sitio que llamaré La Perla, un lugar a tres horas de viaje de mi acostumbrada morada e intuí que esa sería la oportunidad para mirarla de frente, para hablarle, para acariciar un pedazo de su piel, para sentirla, sentirnos... y así fue.

Cuando se tienen raíces en un sitio lo complicado es salir de la tierra y caminar, sobre todo si se busca un cielo distinto al que cotidianamente, de manera rutinaria, te cubre todos los días.

Pero si el deseo se convierte en sueño, y el sueño se transforma en movimiento, los kilómetros son insignificantes centímetros y, algunas veces, lo sé, existe la suerte, y basta estirar la mano, mover los pies, levantar la mirada y sonreír, después lo demás llega de una u otra manera.

He escuchado que los martes no debes casarte ni embarcarte, pero para mí, ahora, los martes son los mejores días de la semana, y fue un martes cuando salí temprano hacia la realidad embozada de esperanza y ansias, hacia lo que, diariamente, en un margen de tiempo son como granos de arena blanca que se multiplican pero que no se pueden tocar.

Ese martes salí en la madrugada recibiendo señales en el camino, en un día despejado con mensajes cifrados que me guiaban hacia mi destino final, con el corazón agitado por una necesidad mal contenida y unos nervios parecidos a la primera vez.

Llegué al florido campo donde habría de encontrarme con ella, en medio de un gentío diminuto lleno de colores y números, en el centro del universo cubierto de vehículos para transportar almas puras y veloces saetas del quinto elemento.

Ahí me arrebujé en un nicho y envíe la primer señal de mi llegada.

Estuve a punto de inclinarme para lanzar una oración al cielo que brillaba más azul que nunca, y casi lo hice hasta que distinguí su silueta que sobresalía de las otras.

Esa primera mirada nunca podré olvidarla, esos ojos llenos de ansiedad parecida a la aprensión, el gesto imperceptible de “aquí estoy”, el contacto de los dedos que sin tocarse tanto tiempo se entrelazaron por unos segundos, el compromiso de más sin palabras, el silencio lleno de sonidos y todo eso repleto de una realidad increíble.

Después los minutos corrieron por un sendero interminable cubierto de luminosidad durante no sé cuánto tiempo y yo atrás de su estela dejada en el camino, siguiendo su huella con el único afán de tenerla a mi lado otro instante.

Pasaron horas y finalmente ella llegó con su inmensa sonrisa, con su rubia cabellera, y otra vez con su sonrisa.

A un costado de nosotros divisé una gruta, un lugar amplio y cálido, un espacio lleno de música silente, rodeado de contraluces y claroscuros, cubierto de intimidad en todos sus rincones, como si estuviera ahí sólo esperándonos.

Entramos sedientos de soledad, tomados de la mano para perdernos entre las sombras y encontrarnos con nuestra propia luz, para adivinarnos los gestos y bebernos las palabras.

No sé lo que hablamos, no me pregunten qué nos dijimos ni cómo lo hicimos, porque el lenguaje que utilizamos no era el usual, no era el de todos los días, no era el de ayer ni el de anteayer, fue otro y el mismo de nuestros diálogos callados.

Pero teníamos el tiempo condicionado y lo sabíamos, nada podía detener su transcurrir, ni siquiera nuestros deseos que se estrujaban como nuestras manos y se acariciaban con la mirada, que se comían con los ojos y se respiraban en los poros de ambos, en la piel de los dos.

Al final, todavía quedó un beso en el aire, un último beso que permaneció en la epidermis y en la memoria, un beso que cubre ahora mis días y mis noches y también mis palabras.

miércoles, julio 12, 2006

TRES MUJERES DE COMPRAS

Janevium (en realidad ese no es su verdadero nombre), a quien todos llaman J, se encuentra sentado en la mesa de un café atiborrado, a la espera de algo, mientras mira sin ver unas hojas desperdigadas del periódico local de fin de semana, donde con grandes letras se puede leer que ya hay un triunfador.

Eso no le importa, a J sólo le interesa el pasillo del gran centro comercial por el cual deambula la gente, ríos de personas de todas las edades, pero más adolescentes gritando y riéndose, perdiendo el tiempo, como si éste pudiera escaparse, como si las horas fuera posible dejarlas atrás.

Tiene un buen rato de estar sentado, el sabor del café en el paladar le golpea hasta el estómago, y las miradas las puede sentir en la espalda, un hombre solitario en un lugar lleno de gente siempre causa extrañeza.

Unas semanas atrás, J había conocido a Crisálindat (ese tampoco era el nombre de ella) y él la piensa con cariño sólo C, como una letra en fuga que atrapó aquella noche mientras no esperaba nada, cuando ella llegó y además de mostrarle su luminosa sonrisa se mostró desnuda, dejándose únicamente los zapatos de grandes tacones.

En el recuerdo de J podía tocarla de nuevo.

Eso venía haciendo desde que se despidió de ella con un gran beso, como esos besos que, le susurró al oído, pueden ser:

“en silencio...
roce impávido...
que te encienda los poros...
y te obligue...
a sentirme...”

Todavía sentía sus palabras en todo el cuerpo, que subían y bajaban hasta la punta de sus pies, en cada uno de los dedos, era como un cosquilleo que no tenía comienzo ni fin, que se presentaba de pronto y le hacía estremecerse.

La figura de C poblaba sus pensamientos, esas líneas que en algunas partes parecían desafiar la lógica, esos rincones secretos que le habían sido develados, y que aún así permanecían llenos de misterio, de magia...

¿Cómo fue posible que estuvieron juntos? ni él mismo lo sabía ni existía explicación alguna, pero había sido en ese lugar, en ese mismo espacio donde ahora se encontraba que la vio y la sintió por primera vez.

Ella, la C de sus sueños y sus desvelos, caminaba con otras dos mujeres, viendo los aparadores, cuando su reflejo le dio de lleno en los ojos y le cubrió todo el cuerpo, y entonces cerró los ojos para verla mejor, para capturarla en ese instante en el que fue suya.

Y ahí la desnudó, la besó como siempre había deseado, en los ojos, en la punta de la nariz, en esos suaves pechos, en ese oscuro perfil...

Ahora J permanece frente a ese mismo aparador, con los ojos perdidos en el gran pasillo, alejando a la gente con un gesto, y creyendo verla, algunas veces confundiéndola, cuando nota que se aproximan tres mujeres y ninguna es ella.

Y él sigue a la espera...

lunes, julio 03, 2006

NIÑA DE OJOS TRISTES

Sin duda, para ti Cristina

Cuando terminé la secundaria salí tan mal (lo mío en definitiva no eran los números ni la química ni la biología), que pensé en dejar los estudios y en dedicarme a otras cosas, que en ese entonces consideraba más productivas, pero una de las razones para no continuar era más terrenal que cualquier otra: mi estatura.

Yo medía, a los catorce años, poco antes de cumplir los quince, menos de un metro cincuenta y cinco, y era, por mucho, el más pequeño de toda la escuela, por no decir el más zotaco, algo difícil de resistir, hasta para mí.

Todavía no sabía lo que era sentir un beso en la mejilla mucho menos en la boca, y una vez que me atreví a decirle a una niña, a preguntarle, la razón para que a mí no me saludara ni se despidiera de beso, como con otros amigos, su respuesta acompañada de una gran risa que todos escucharon, me hizo poner colorado.

-¡Miren, también Chávez quiere beso, qué tierno!

Bueno, en esas vacaciones de principios de los ochenta cuando todos empezaron a dejarse el pelo esponjado, yo decidí encontrar trabajo. Empecé en unas oficinas, en la empresa donde trabajaba mi viejo, como corre-ve-trae llevando papeles y, algunas veces, hasta cobrando la renta de unos departamentitos que administraba el licenciado, gerente de la compañía.

Ahí me ocurrieron algunas cosas buenas y otras malas que después les contaré, pero donde realmente sucedió algo que me cambiaría la vida fue trabajando, poco después, en un taller que reparaba televisiones ya viejas para la época, unas grandes, de mueble de madera, Philco creo, y otras, Admiral.

En sí, el taller daba servicio a domicilio, ese era su fuerte. Poco se realizaba en el pequeño local, en el reducido espacio en el que trabajaban dos técnicos y un ayudante, ese último yo. Mi tarea consistía en las mañanas en limpiar las bases donde reposaban los transistores, los bulbos y esas pequeñas piezas que hacían funcionar las pantallas.

Ya en la tarde mi labor tenía otro rostro, tanto uno de los técnicos, un señor flaco parecido a Viruta, como yo, nos vestíamos con unas batas ridículas que nos hacían ver como doctores de pueblo, y él muy serio y yo siguiéndole con una caja de herramientas metálica, grande para mi cuerpo, nos subíamos a un viejo vocho, un clásico todo destartalado que había conocido mejores tiempos.

En el primer recorrido descubrí algo que me maravilló, que a los lugares a los cuales íbamos, casas antiquísimas en colonias vacías de anquilosados patios y salas enormes, sólo vivían ancianos solitarios con dinero encima, algo que yo nunca había visto.

Mansiones señoriales abandonadas, en donde nos abrían la puerta sirvientes serios, con cara avinagrada y nos hacían pasar al cuarto de la tele, algo que siempre me despertaba una sonrisa, yo que dormía con tres hermanos en una misma habitación, pensar en sitios que tenían hasta teles con su propia recámara.

Así pasaron una dos semanas, y las casas todas parecidas, viejas pero con su televisor en cada una de ellas, y siempre era la misma falla, la imagen subiendo y bajando, y casi siempre, todo consistía en moverle atrás a una perilla del horizontal, corregir la antena y extender el recibo.

Un día, uno de esos que sientes que no pasará nada y caminas como autómata, todo fue llegar a una de esas casas cuando percibí, desde afuera, que algo se movía en la ventana de la sala, antes de que nosotros tocáramos siquiera el timbre.

Eran unos ojos café claros como suspendidos en el aire, y sólo yo los había contemplado en esa tarde que se quedó flotando en ese momento ya en mi memoria.

Pasamos a la sala, uno preocupado por una caja de bulbos, y otro en esos ojos ocultos. Por alguna razón pedí permiso para ir al baño, pensando encontrar en el trayecto esas dos pupilas que, podía jurarlo, sólo estaban esperando mi llegada.

Así fue.

A la mitad del camino ella me salió al paso. Tenía una sonrisa tan cercana a lo que yo imaginaba, que sentí cómo me cubría una especie de resplandor, un halo de colores en todo el espacio que ambos ocupábamos.

La sonrisa parecía no tener nada de relación con sus ojos, unos ojos tan tristes que podías sentir la tibieza de la oscuridad si te metías en ellos, con una profundidad semejante a un pozo de los deseos y un imán hipnótico imposible de despegar.

Los dos nos quedamos de frente, viéndonos sin vernos en realidad, apenas respirando, y entonces ella se acercó y me dio un beso tan dulce que todavía lo recuerdo en la punta de mi pensamiento.

No supe en qué momento alguien me tocó el hombro, era Viruta que esperaba por la herramienta, era el técnico enojado por mi tardanza, que requería de un desarmador de cruz, y de una mano para el trabajo.

Regresé a mi mundo, pero ese instante mágico se había quedado en el espacio donde me besó la niña de los ojos tristes, y a pesar de que poco después regresé al baño, y me di vueltas por otros lugares de la casa no pude volver a verla.

Después dejé ese trabajo, volví a la escuela, sin pensar en otra cosa que retomar mi vida, por fortuna las materias fueron cubiertas y a la vuelta de unos meses había crecido varios centímetros sin darme cuenta.

Casi siempre, juraría que todos los días desde aquel primer día, cuando paso por viejas casonas en cualquier ciudad o país donde me encuentre, trato de voltear las horas del reloj y buscar tras algún cristal, tras alguna ventana de la planta baja, unos ojos café claros suspendidos en el aire.

Y hace poco, por fin, acabo de encontrarlos.