ENCUENTRO EN LA GRUTA
"No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas."
García Lorca
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas."
García Lorca
Todo empezó hace unas semanas, quizá unos meses...
No supe ni en qué momento le dije ésas dos palabras, aún antes de conocerla. No me di cuenta cuándo pude por fin acariciarla sin apenas haberle rozado esa parte descubierta de sus hombros, bajo una blusa blanca transparente, pero recuerdo su manera de caminar, su mirada ansiosa y sus pasos apresurados para recibir mis manos anhelantes.
Y el abrazo, ese instante que duró menos que una respiración. Cómo olvidar lo que había imaginado de tantas formas, bajo una minuciosa serie de situaciones, es algo que se queda aquí, aquí, en esta parte, cerca de todo lo que uno es.
Exactamente de esa manera.
Las eventualidades para poder vernos son difíciles de explicar, y en realidad no tengo deseos de hacerlo. Un día supe que ella viajaría a un sitio que llamaré La Perla, un lugar a tres horas de viaje de mi acostumbrada morada e intuí que esa sería la oportunidad para mirarla de frente, para hablarle, para acariciar un pedazo de su piel, para sentirla, sentirnos... y así fue.
Cuando se tienen raíces en un sitio lo complicado es salir de la tierra y caminar, sobre todo si se busca un cielo distinto al que cotidianamente, de manera rutinaria, te cubre todos los días.
Pero si el deseo se convierte en sueño, y el sueño se transforma en movimiento, los kilómetros son insignificantes centímetros y, algunas veces, lo sé, existe la suerte, y basta estirar la mano, mover los pies, levantar la mirada y sonreír, después lo demás llega de una u otra manera.
He escuchado que los martes no debes casarte ni embarcarte, pero para mí, ahora, los martes son los mejores días de la semana, y fue un martes cuando salí temprano hacia la realidad embozada de esperanza y ansias, hacia lo que, diariamente, en un margen de tiempo son como granos de arena blanca que se multiplican pero que no se pueden tocar.
Ese martes salí en la madrugada recibiendo señales en el camino, en un día despejado con mensajes cifrados que me guiaban hacia mi destino final, con el corazón agitado por una necesidad mal contenida y unos nervios parecidos a la primera vez.
Llegué al florido campo donde habría de encontrarme con ella, en medio de un gentío diminuto lleno de colores y números, en el centro del universo cubierto de vehículos para transportar almas puras y veloces saetas del quinto elemento.
Ahí me arrebujé en un nicho y envíe la primer señal de mi llegada.
Estuve a punto de inclinarme para lanzar una oración al cielo que brillaba más azul que nunca, y casi lo hice hasta que distinguí su silueta que sobresalía de las otras.
Esa primera mirada nunca podré olvidarla, esos ojos llenos de ansiedad parecida a la aprensión, el gesto imperceptible de “aquí estoy”, el contacto de los dedos que sin tocarse tanto tiempo se entrelazaron por unos segundos, el compromiso de más sin palabras, el silencio lleno de sonidos y todo eso repleto de una realidad increíble.
Después los minutos corrieron por un sendero interminable cubierto de luminosidad durante no sé cuánto tiempo y yo atrás de su estela dejada en el camino, siguiendo su huella con el único afán de tenerla a mi lado otro instante.
Pasaron horas y finalmente ella llegó con su inmensa sonrisa, con su rubia cabellera, y otra vez con su sonrisa.
A un costado de nosotros divisé una gruta, un lugar amplio y cálido, un espacio lleno de música silente, rodeado de contraluces y claroscuros, cubierto de intimidad en todos sus rincones, como si estuviera ahí sólo esperándonos.
Entramos sedientos de soledad, tomados de la mano para perdernos entre las sombras y encontrarnos con nuestra propia luz, para adivinarnos los gestos y bebernos las palabras.
No sé lo que hablamos, no me pregunten qué nos dijimos ni cómo lo hicimos, porque el lenguaje que utilizamos no era el usual, no era el de todos los días, no era el de ayer ni el de anteayer, fue otro y el mismo de nuestros diálogos callados.
Pero teníamos el tiempo condicionado y lo sabíamos, nada podía detener su transcurrir, ni siquiera nuestros deseos que se estrujaban como nuestras manos y se acariciaban con la mirada, que se comían con los ojos y se respiraban en los poros de ambos, en la piel de los dos.
Al final, todavía quedó un beso en el aire, un último beso que permaneció en la epidermis y en la memoria, un beso que cubre ahora mis días y mis noches y también mis palabras.