jueves, abril 27, 2006

UNA NOCHE DE ABRIL

Ya sabes que es para ti

Ángel sonrío. Era la tercera vez que se iba la luz en menos de una hora. Tenía la intención de terminar un trabajo que había pospuesto por falta de tiempo, por falta de deseos, pero que era necesario concluir. Dejó las cosas a un lado y salió a la oscuridad encendida y plena de la noche y fue como entrar a su casa.

Volvió a sonreír al contemplar las estrellas, se dejaban acariciar con la mirada, luminosas a pesar de la lejanía, estrellas sin luna, miles de lunas lejanas y solitarias en una noche caliente.

Hacía tiempo que prefería tomarse todo con calma cuando algo no le salía bien, de ahí la sonrisa que apareció en su rostro al escapar la luz de manera repetida, muy diferente a la otra, esa que surge de la nada o de ese entendimiento que se da con los elementos que muchas veces nos son tan semejantes.

Asomado en el balcón de su viejo departamento, descubrió a lo lejos a una mujer que venía por el arroyo de la calle, sin prisa, daba la impresión de flotar en el asfalto, traía una pequeña blusa, una falda diminuta y unos grandes tacones… por alguna razón, sin saber porqué se dijo a sí mismo: “parece una lady”.

Desde la distancia no podía ver lo que ella llevaba en la mano, pero conforme Ángel la vio más de cerca descubrió que lo que brillaba era un gran helado de limón, una bola verde fosforescente que destellaba con un resplandor plateado.

Sin pensarlo, como un acto reflejo, se ocultó tras una de las columnas para poder mirarla a sus anchas, para regodearse con esa aparición nocturna de abril.

Era linda, pero lo mejor, parecía feliz, irradiaba confianza y libertad, en realidad se veía que la felicidad le acompañaba en ese momento como si fuera posible tocar, palpar un sentimiento así.

Por unos segundos, aunque Ángel estaba oculto, sintió que sus ojos se encontraron y pudieron percibir lo que estaba atrás de cada uno de ellos… luego desapareció a la vuelta de una esquina.

En ese momento llegó la luz.

Ángel volvió al trabajo con una sonrisa, pensó que no todos los días y menos en las noches, puedes ver a la felicidad pasar a tu lado y mirarla a los ojos.

Y saber lo que significa.

martes, abril 18, 2006

EL BESO

Para Cristina, por recordarme esto… y para Laura por tocar a la puerta

Yo tenía dieciséis o diecisiete años.

Hacía poco tiempo que había conocido a J., ella era mi novia, con ese cuerpo transparente, delgada hasta el punto de que su figura zozobraba con el viento, grácil, esbelta como una figurilla de porcelana, pero no era delicada ni tierna, tenía la capacidad de sobreponerse a la tempestad como esas palmeras salvajes que se dejan llevar, que se agitan sin romperse.

Un día, unas semanas después de andar juntos, me invitó a jugar con unos amigos de la infancia, con amigas y amigos de su vieja calle.

Ese día supe que estaba enamorado de ella.

Nos reunimos en casa de unas primas, sin adultos presentes, entre risas, con miradas llenas de malicia, con la expectativa que surge cuando sólo hay adolescentes, cuando el juego es el pretexto y una manera de conocerse, de abrir espacios que se encargan de abrir otros que nos llevan por pasillos desconocidos.

Alguien propuso la botella. Pudo haber sido cualquiera o una voz colectiva, eso era lo de menos, ya estaba decidido.

Se formó un gran círculo de muchachas y muchachos, unos enfrente de los otros, alrededor de una deidad cristalina, ídolo de vidrio, sin extremidades ni rostro que empezó a girar, a girar, a girar hasta detenerse apuntando con sus extremos a dos participantes.

Debo decir que uno de ellos fui yo, la otra una prima de J., una niña sonriente de cara tierna, dulce e inocente.

El castigo no se hizo esperar.

Todos empezaron a gritar “beso, beso, beso…”, como ese coro que se forma durante las peleas, como ese escándalo cuando se festeja un triunfo.

De la sala, con miradas nerviosas, ella y yo pasamos a la cocina, junto con dos chaperones, dos vigilantes, dos sacerdotes de este ritual, donde habríamos de consumar la penitencia, de pagar la ofrenda a ese Dios de la juventud que nos ordenaba cumplir con su mandato.

Iluso de mí, consideré que sólo era un requisito, que no habría prenda, que tras unos minutos regresaríamos intactos a nuestro lugar, con nuestras respectivas parejas, a continuar divirtiéndonos de esa singular manera, con castigos sin daño, sin pago alguno.

Sólo yo pensaba así.

Nuestros celosos guardianes no cedían un milímetro, mientras yo me empecinaba en pedirles que todo terminara, que nadie se iba a besar, pude ver que la primita no decía nada, sus ojos sólo se movían de un lado a otro, ella esperaba la decisión.

No quise prolongar más lo que habría de pasar de cualquier forma y acepté que un simple beso no haría la diferencia.

Todavía cerré los ojos y acerqué mis labios hacia ella, cuando sentí la punta de su lengua ávida que se abría paso entre mi boca y tocaba mis dientes urgiéndolos con fuerza… buscando entrelazarse con la mía.

Sin pensarlo, la hice a un lado con fuerza, me sorprendió ese gesto, descubrir esa lengua en mi boca, y ver su cara confundida me hizo sentir mal, pero lo peor fueron las risas de nuestros testigos.

Me salí de la cocina confundido, seguido por la prima de mi novia, sin saber qué hacer, aún con el sabor de haber roto algo, de no haber cumplido.

Luego se unió con todos nosotros la pareja de acompañantes y con una sonrisa corroboraron lo que habíamos hecho, festejando que fue un gran beso, sin decir nada más.

No podía voltear a ver a J., me sentía culpable, pero ella parecía feliz, era como si yo hubiera dejado de participar en ese juego, como si todos fueran ajenos a lo que en ese momento sentía, tenía ganas de irme.

La botella volvió a girar, volvió a dar vueltas en esa especie de tómbola para elegir a dos nuevos concursantes que tendrían que cumplir con la sanción establecida.

Esta vez le tocó el turno a J. con uno de sus mejores amigos.

Ambos pasaron a la cocina.

Yo me quedé en la sala mientras todas y todos reían, pero ahora estaba solo, sentí una opresión en el estómago y un vacío que ahora sigo recordando, un deseo de terminar con aquel juego, en una noche que apenas comenzaba.

Y todo por un beso, por unos inocentes besos.

viernes, abril 07, 2006

VIAJE A SAN LUIS

Este fin de semana salí, junto con Sian, mi hijo de 12 años, a San Luis Potosí, con el objeto de que él participara en el Primer Torneo Nacional de Tenis del 2006.

Para estar presentes en este importante evento pedí unos días de vacaciones y Sian faltó a unas clases, todo con el propósito de llegar con tiempo a la firma de registro, requisito indispensable un día antes del torneo, para poder ser considerado en el sorteo para la conformación del cuadro de juegos, el “draw”, como le dicen en este deporte.

Llegamos con suficiente anticipación y nos dio oportunidad de llevar nuestras cosas a un hotel cercano al club sede, por un momento estuve tentado a deshacer las maletas, pero era tanta nuestra emoción que no bien tiramos en el cuarto lo que llevábamos cuando ya habíamos salido rumbo al lugar donde se llevaría a cabo la firma y el registro de participación, así como el sorteo

Ambos nos sentíamos nerviosos porque en esta selección puede tocarte un jugador difícil, con más experiencia, y no queríamos quedar eliminados en primera ronda.

Sian se registró, le entregaron una playera conmemorativa, un manual y a los dos nos pusieron una pulsera de color brillante para poder ingresar a los clubes donde se jugarían los encuentros de las distintas categorías.

Después de esto nos fuimos a comer algo, ya era tarde y con las prisas y el deseo de llegar a San Luis, no habíamos probado alimento desde muy temprano.

En el restaurante se nos unió el maestro de mi hijo, y otro pequeño, compañero de él, de su misma academia, junto con su padre, y ahí pudimos compartir un poco el nerviosismo y el deseo de que todo saliera bien, fue cuando surgieron las frases de “ojala que nos toque alguien a modo, que no vayan a tener un contrincante fuerte…”, así hasta que nos fuimos a una cancha para que entrenaran un rato.

Al término del entrenamiento ya todos nos sentíamos desesperados por conocer el cuadro de juego, así que decidimos esperar en la sala acondicionada donde habrían de pegar en unas mamparas las hojas con los participantes en este torneo de calificación.

Pasaron largos minutos, más largos que los normales, y ya sin ganas de platicar, sólo a la expectativa, finalmente trajeron las hojas los encargados de colocarlas en cuatro distintos lugares, de acuerdo a las categorías correspondientes.

La gente se arremolinó entorno a las mamparas, pero ya Sian, y su amigo Diego, el otro niño, estaban en primera fila, empujándose con los demás, queriendo ser los primeros en conocer a sus rivales y el horario del día siguiente, en que habrían de jugar en sus respectivos encuentros.

Todavía flotaba entre nosotros el temor de que ellos dos se enfrentaran en primera ronda, pero no imaginábamos que ocurriría algo peor.

Tras un largo rato de ese enjambre humano, de niños y adultos, padres e hijos emocionados por saber, vi aparecer la cara larga de Sian, y sentí que algo malo había pasado.

Me dijo: “No estoy, no veo mi nombre, no lo encuentro”.

Yo no quise alarmarme antes de verificar, estuve repasando la lista una y otra vez, de arriba para abajo, leyendo cada apellido, cada nombre, como si con esta acción pudiera aparecer o cambiar el cuadro de jugadores.

No, no estaba en la lista.

En ese momento escuché que otros niños decían algo semejante a lo dicho por mi pequeño, que tampoco aparecían en el cuadro, en el “draw”, y me tranquilicé un poco suponiendo un error en la integración del rol de participantes.

Estaba pensando en eso cuando se acercó un arbitro con su gafete de organizador, y sin tomarme un minuto para analizar el problema, le grité que mi hijo no estaba, él sólo volteó y me dijo: “entonces no va a jugar, está fuera del torneo”.

No pude creer lo que con tal desparpajo salió de su boca, me dejó callado.
Justo frente a mí se plantó su maestro y me comentó todavía con una sonrisa, “no te preocupes, ven vamos a hablar con el arbitro general y responsable del torneo”, y yo también supuse que todo se arreglaría.

De nada nos valió rogar, reclamar, enojarnos, gritar, se nos comunicó que el reglamento del torneo era muy claro, ahí se señalaba que en caso de superar el número de participantes, esto, de acuerdo con su “ranking”, serían eliminados, y así quedó fuera Sian, así, de esta manera.

No había nada que hacer.

Todavía tuvimos que despedirnos de mano y agradecerle al desgraciado organizador su amable atención por explicarnos.

Camino al carro, me di cuenta que mi hijo iba llorando, mientras yo me tragaba mi rabia, ya era noche, no supe qué decirle, yo me sentía probablemente igual que él, aunque lo mío no era tristeza, era rabia, era decepción, coraje…

Ahora estoy escribiendo aquí en el hotel, mientras mi hijo duerme, pensando en esas palabras que me dijo por último el árbitro general del torneo:

“Mire, qué puedo decirle, ya ve como son tan desorganizados en este país, pero yo le propongo que se queje, que escriba una carta de reclamo a la Federación Mexicana de Tenis”.

Sólo pienso que todo esto es una mierda, es lo único que pienso y también una gran chingadera, y sigo viendo la playera del torneo en la cama, y yo que tenía temor de que le tocara un jugador más fuerte a mi hijo, no sabía que habría de enfrentarse a un sistema infame de des-organización deportiva y a un reglamento que no se preocupa por las lágrimas de los niños.

miércoles, abril 05, 2006

MARIPOSA NEGRA EN PRIMAVERA

Hoy, hace rato, ella vino a verme.

De nuevo, con esa sonrisa que sólo en su cara luce tan bien pero que no puedes aprehender, me dijo entre desolada y seria, con los ojos transparentes: “por qué ya no me hablas como lo hacías, por qué siento que me odias, por qué me tratas así…”.

Por un momento, un ligero instante con alas rosadas y negras, llenas de tornasol, me quedé callado, pero mis manos hablaron de manera despiadada por mí, también mis hombros y mi aliento, y es que seis meses evitando mirarla pero haciéndolo disimuladamente, esquivándola, sonriendo sin sonreír al invocarla, indiferente, se esfumaron en la nada.

-No sé… no entiendo, no sé de qué me hablas- fue lo primero que se me ocurrió.

Pero sí lo sabía. Aún estaba… aún está fresco en mi, en cada pedazo de esto que soy yo, en estos poros que se desarman y caen y ruedan y supuran y vuelven a transpirar frío, hiel, en esta carne que debería estar pudriéndose pero que palpita todavía como un cadáver viviente, aquí, en la mitad de lo que soy, en esta parte que piensa sin sentido, exactamente en este lugar, aquí, sigue ella aunque tenga la mirada extraviada.

Cuando abrió la boca y de su interior salieron esas palabras, yo supe, otra vez lo volví a sentir, ahora lo sé de nuevo, y es que ya lo sabía, estaba latente el virus, que ni los meses, ni la distancia, ni las paredes frías y las miradas con los ojos bajos, ni cualquier otra cosa evitarían algo que sólo yo sé, y que conocí al juntar esas cuatro letras como una desgracia, como una fortuna.

¿Era necesario cruzar de nuevo esa puerta con preguntas? ¿No era mejor mantenerla cerrada?

Después le dije aquello que quise enterrar, eso que se había agazapado, que permanecía oculto tan bien, al menos así lo creía, y el muerto que estaba en mi interior comenzó a levantar las manos, sus órganos empezaron a reconstruirse, fue como estar en una crisálida simplemente acurrucado, inerte, listo a desplegarse, pendiente de la llamada de esa voz.

Y ese muerto ahora está vivo y gime, suplica, tiene deseos, quiere alimentarse de ilusiones, no importa que sean falsas, que sean vedadas.

Con sencillez, sin traba alguna, sin pena, con una sonrisa desnuda, con los ojos humedecidos, le dije a la sacerdotisa del amor lo que quería escuchar.

No era desinterés, no era odio, no era otro cosa que un mal entendido, no era ni siquiera indiferencia, lo sabía, era claro y a la vez oscuro, pero también era imposible, esa mariposa negra que una noche de octubre había llegado junto con ella, nunca pudo llevarse mis temores, nunca logró borrar de la realidad la verdad que brilla en las incertidumbre, que destella cegadora y te detiene, te frena, te hace cobarde y te hace herirte a ti mismo para no herir a los demás.

Estaba enamorado pero perdido, sin remedio alguno, sin nada que hacer, sólo a la espera de… a la espera.

Esta vez, al escucharme, ella no sonrío, no intentó brindarme quimeras, ni el brillo de sus ojos fue el mismo, el pergamino que tenía en sus manos estaba en blanco, sin respuestas, sin ninguna palabra para mí.

Sólo me miró unos segundos a los ojos y en ellos tampoco vi nada, entonces agaché la cabeza y pude comprobar que no tenía lágrimas, comprendí que la había perdido, que ya no podría adorarla, que se había ido.

Al final, después de un instante como el peso de unas horas, percibí el suave aleteo de una mariposa negra en la cueva donde usualmente habito, ahora no se detuvo… salió por el hueco de la entrada, salió, dejándome con las imágenes de ella, con los idénticos miedos, con tantas preguntas, con todo lo que ahora guardo en mi exterior, con tantas cosas.

Y lo peor era saberlo y no poder hacer nada y menos a mitad de la noche en pleno día.