CREER EN LA GENTE
Casi cuando empecé a vivir solo, en la primera casa que tuve, que renté, todavía en mi época de estudiante, en esa etapa en la cual no eres adolescente ni adulto, pero que ya empiezas a ser independiente, a tomar decisiones, un día llegó un vendedor de cortinas, una de esas personas que te arreglan todo, y que te ofrecen lo que sea, entró a la casa a colocar unos cortineros, luego unas persianas, me ayudó con la bomba del aljibe y terminó por ofrecerme dejar los muebles de la sala “como nuevos”, esos dos sillones viejos que había conseguido gracias a una alma caritativa.
Llevaba una bolsa de herramientas que había tirado en una esquina de la sala, y me dijo que una cara rebosante de entusiasmo que sólo necesitaba comprar la tela, y algunas otras cosas.
-Mire patrón -me habló con mucho respeto- deme sólo lo del material ahorita y ya después vemos lo de la mano de obra.
No se me ocurrió desconfiar, pero previendo que pudiera hacerlo, el hombre me señaló que dejaría su “equipo”, incluso me lo encargó, hasta con una recomendación de tener cuidado con él pues eran cosas que le permitían sobrevivir.
Salió con el dinero, nada del otro mundo, una cantidad que ahora ya no recuerdo, y nunca regresó. Como a las cuatro horas de su partida, poco antes de que oscureciera, me decidí a revisar su bolsa, hasta con un ligero cargo de conciencia, y ahí no había nada, unos pocos clavos, unos pedazos de madera, nada.
Quiero recordar que en ese momento hasta sonreí, no me pareció algo de qué asombrarme, y siempre que lo comenté con los amigos no me bajaron de tonto y confiado, con frases como: “es increíble que le dieras dinero…” “Mira que se necesita ser inocente…”, algunos con palabras más mexicanas y otros con miradas condescendientes.
Eso pasó hace años, pero sigo fiel en la idea de que son pocos los que actúan así, y posiblemente algunos se llevarán el dinero pero la mayoría hará su trabajo, no por nada la frase que siempre me acompaña, hasta en los días más difíciles, en especial en esos días, es la de creer en el amor, en la amistad, y en la capacidad del ser humano de hacer cosas que parecen imposibles.
Como la de ser corrupto y honrado a la misma vez, como atestigüé también durante un viaje a la Ciudad de México.
Resulta que me encargaron ir por una persona hospitalizada que sería dada de alta, no era parte de mi trabajo, pero considerando que había vivido ahí y conocía bien cómo llegar, pues resultó lógico el manejar la unidad que trasladaría al paciente. La camioneta de marras, casi nueva, adolecía de algo que recién descubrí cuando ya había cruzado el límite entre el Estado de México y la capital del país: no tenía la verificación vehicular.
Viajar al D.F. sin este requisito, sin el engomado de que se ha revisado que el vehículo “no contamine”, es poco menos que firmar tu sentencia de, o pagar una multa costosa o desembolsar “una buena lana”.
No quiero escribir sobre la “negociación” que sostuve con el oficial de tránsito que me detuvo ni mucho menos hacer una apología del estira y afloja que se dio para que me permitieran cumplir con la tarea de recoger a la persona, pero sólo señalaré que tras finalmente dejarme partir comprobé que el policía, además de una parte de mi dinero, también se había quedado con mi licencia de conducir.
En este viaje me acompañó un muchacho de la oficina, llamado Valentín, para ayudarme con el convaleciente, el que por cierto no fue posible trasladar por una recaída.
Bien, dos días después de ese primer intento, nuevamente me pidieron que fuera por esta persona, pero ya me fue imposible viajar, no así Valentín, que de nuevo lo hizo, esta vez con el chofer de la empresa.
En este segundo viaje ocurrieron dos cosas que podrían parecer extraordinarias: la primera, que en el trayecto Valentín descubrió al oficial que nos había detenido la primera vez, en ese mar de gente, y que obligó a detenerse al chofer, todo con el propósito de decirle a este guardián del buen conducir sobre mi licencia.
Y la otra cosa extraordinaria, es que el tránsito le haya dicho que ya me había enviado la licencia por correo, por un servicio de mensajería y que pronto estaría por llegarme.
Cuando me enteré de esto la verdad no dejé de sonreír, sinceramente me costaba trabajo, aún me pasa mientras lo pienso, que algo así pudiera ocurrir.
Ese mismo día que yo conocía tal noticia, al llegar a casa, mientras estacionaba el carro, y trataba de abrir la puerta, llegó un motociclista con el sobre donde venía mi licencia.
Y de nuevo otra sonrisa, pero aún faltaba lo mejor, aún falta lo mejor.
Ahora, en la semana que acaba de terminar, apenas el jueves pasado, en estos días que ando con la cabeza en otro lado, con la mente distraída si eso es posible, al salir para una reunión, al tratar de meter mi portafolio en la cajuela ocurrió lo que me sigue haciendo creer en la gente, lo que quiero compartir.
Ese día puse mi portafolio, con mi lap dentro, sobre la cajuela y noté que no traía las llaves, entré por ellas y salí, subí al carro y me arranqué a dejar a mis hijos a su entrenamiento para asistir después a la reunión, ahí estuve un buen rato contemplándolos hasta que decidí ir a revisar unas cosas a la computadora.
Llego al carro, abro la cajuela y nada. Hago memoria, desquicio los recuerdos para valorar dónde dejé el portafolio y descubro con pavor que se quedó encima del carro, en la parte trasera, y llego a la conclusión que debió caerse en alguna parte del trayecto.
Regreso prácticamente enmudecido a la casa, sin respetar los semáforos con la mente atropellada, desesperado, rogando a todos los dioses, incluyendo a los de la red, que me ayuden, prometiéndome no ser nunca más despistado ni todos los adjetivos que se aplican a quienes no son cuidadosos.
Voy revisando cada bache, cada esquina donde pudo haber caído, pero han pasado un par de horas y es poco probable que todavía esté tirado en el piso.
Recorro nuevamente el camino que recorrí desde la salida de la casa, toco en la puerta de los vecinos, interrogo a los peatones, de nuevo veo las miradas condescendientes de todos y no me importa, vuelvo a preguntar por un portafolio negro de piel con una computadora portátil dentro, pero nada.
En la calle, una señora me dice que ella me vio y que recuerda el portafolio atrás, que me hizo señas con las manos, pero yo no la vi.
Finalmente me doy por vencido en mi búsqueda y decido pegar cartulinas donde ofrezco una gratificación a quien entregue el portafolio, llamo a la radio y llego a la reunión sólo con mi cara de imbécil.
Nadie da un voto por que yo recupere lo irrecuperable, y “menos en estos días”, dicen todos.
De pronto suena mi celular y se corta la llamada y luego vuelve a sonar y yo de mala gana respondo y entonces escucho las palabras más dulces:
-Perdón, usted acaba de perder algo- me dicen en el otro lado de la línea.
La voz se me escurre para decir que sí, que yo soy, que yo fui el idiota que dejó un portafolio encima de su carro.
Luego esta voz de niña-mujer se materializa de nuevo para decirme que ella lo tiene, que lo recogió en la calle, que vive en un rancho lejos de la ciudad, que se llama Monse, que puedo pasar por a recogerlo cuando quiera, que se tardó en hablar porque en su casa nadie se atrevía a abrir el portafolio.
Yo sigo casi sin poder hablar, apunto sus datos y le doy repetidamente las gracias.
En este momento sigo haciéndolo Monse, de verdad que sí.