VIAJE A QUIROGA
Para Sian, en su día
Salieron al atardecer, en un carrito sedán, alegres, los tres completamente despreocupados, como si intuyeran que los martes son días buenos para viajar. A la distancia se veían las nubes de junio, que anunciaban esa lluvia perfecta para enamorarse, y en el camino los árboles de capulín les fueron haciendo compañía.
Iban callados, era como si empezaran a conocerse, aunque en verdad ya sabían todo unos de otros o casi todo. Al que manejaba le decían “Perro”, un apodo que en realidad no lo era, pues se apellidaba Perrosquía, y era el más feliz, ya que él había propuesto el viaje a la que consideraba su tierra: Quiroga.
Ahí trabajó cuatro años. En ese pequeño pueblo estuvo comisionado durante ese tiempo que según decía, “pasó volando”. Aunque no hablaba mucho sus ojos no paraban de hablar, y su sonrisa lo decía todo, quería impresionar a otro de los pasajeros conocido como el “Licenciado”, el único extranjero en esa parte del mundo, halagarlo con una comida, una que “nunca olvidaría”.
El tercero, un güero de rancho, grandote pero noble, de nombre Miguel, nacido también en la región, un poco más lejos, en Ario de Rosales, permanecía mudo entre la plática esporádica de los primeros dos que viajaban en la parte delantera, aunque de tanto en tanto se metía para opinar, en especial sobre el paisaje y para reforzar el tema de la comida.
Y es que ese día de junio la comida era el platillo fuerte y la razón de esa travesía por una carretera angosta, llena de curvas, entre cerros verdes húmedos, entre cientos de capulines y viejos cedros, porque en Quiroga, según dicho de “Perro” secundado por Miguel, y por los mismos pobladores, se hacen las mejores carnitas de México, la capital mundial de las carnitas.
Ya era tarde cuando llegaron, apenas si había gente en el jardín con su viejo kiosko, algo que los promotores del viaje no consideraron, el que no hubiera comida.
Lo primero que le dijeron al “Licenciado” es que no se preocupara, porque encontrarían algo entre esos puestos que al parecer estaban cerrados, y otra opción sería ir a un establecimiento fijo, pero la desecharon al escuchar decir a su invitado que no se preocuparan, lo importante era conocer, estar juntos y disfrutar, ya habría un momento para degustar esas famosas carnitas.
En eso estaban, decidiendo qué hacer, cuando se les acercó una señora, una venerable anciana:
-¿buscan de comer?- les preguntó, con un hilo de voz que no dejó de sonar extraño, morboso. Luego, con un gesto les pidió que la siguieran.
Pasaron por el mercado de artesanías, entre los puestos donde se veían guitarras de Paracho, colchas multicolores, sillas de madera y tambores infantiles. Caminaron a un lado de hileras de mercancías, sin que nadie les ofreciera nada, como si todos supieran cuál sería su destino.
Llegaron hasta la última calle del pueblo, y la dejaron atrás, subieron por el cerro, a un costado de casas de lujo con parabólicas y hombres que parecían estar armados, se adentraron entre los árboles un poco preocupados pero tratando de no perder a la mujer que pese a la edad iba con paso seguro tras un camino ya conocido.
Los tres ni siquiera se volteaban a ver, como apenados de estar haciendo algo indebido, temerosos de que sus ojos pudieran traicionarlos, simplemente caminaban.
En eso la anciana se detuvo, hizo a un lado las ramas de un viejo árbol, apenas las suficientes y les mostró lo que ya imaginaban, frente a ellos en una casucha de madera, toda pintada de amarillo, había carne pero no era comida, “Perro” “El Licenciado” y Miguel sonrieron.
De regreso, si se puede más parlanchines que nunca pero sin mencionar nada, todavía tuvieron ánimos para pasar a Capula, a comprar unas ollas de recuerdo, aunque estaban seguros que nunca olvidarían el viaje a Quiroga.