LA BELLA DURMIENTE DE JARAL
Hay quienes se quejan de todo, no les parece nada de sí mismos, ni de los demás, pero en el fondo están orgullosos de lo que son y de lo que tienen... les da pena confesar que son felices. Para los que sufren de verdad y para los que mienten está dedicado este espacio.
…es la niebla errante en la noche,
es la noche dormida en tu cama,
es el oleaje de tu respiración,
tus dedos de agua mojan mi frente,
tus dedos de llama queman mis ojos,
tus dedos de aire abren los párpados del tiempo…
Octavio Paz
Es extraño cómo pasan las cosas. Primero quieres buscar sólo algo parecido al amor, a la compañía, y en el camino te encuentras que todo ha cambiado, que en ese sentido o sinsentido, en esa búsqueda de cariño de exilio, hasta las caricias más pequeñas no son lo que parecen.
Un día le tocas la mano a una mesera desconocida, como al descuido, cuando le pides la cuenta y ella te sonríe. Después le preguntas su nombre, pero luego recuerdas que fue ella quien preguntó cómo te llamas, con una fórmula que sin querer te despierta ternura.
No respondes nada, te tocas la frente, el cabello, cierras los ojos, sin pensamiento alguno, volteas a verla y le dices, ahora le preguntas, si quisiera ir a otro lado para conocerse, para platicar con calma, simplemente para ganarle la partida al tiempo mientras pasan las horas en el silencio de las palabras calladas.
Ella, con una anacronía inocente, te pide algo, en estos años que corren, inusitado, te pide que le escribas mejor una carta, unas líneas donde le digas lo que sientes.
No puedes evitar hacer un gesto de genuina sorpresa, y no sabes qué te sorprende más, si tú al sorprenderte por esa petición, o que todavía sientas que algo así, que algo dicho de esa manera, entre coquetería y timidez, a la hora de la comida, te cause esa reacción, y más aún cuando le contestas casi de inmediato que sí, que lo harás, que le escribirás.
No se ponen de acuerdo, no hacen una cita ni mucho menos, pero pasan varios días sin que tengas la oportunidad de verla, finalmente regresas al sitio donde ella trabaja, es imposible dejar de notar que rehuye tu mirada, que se encuentra molesta por tu ausencia, y de nueva cuenta percibir eso te causa una rara sensación de agrado, un cosquilleo en el estómago, sientes una mariposa en tu interior.
En la bolsa de la camisa llevas la carta que escribiste para ella.
Al acercarse a tu mesa, le dices con seriedad, le preguntas si no te ha extrañado, lo haces sólo para ver en sus ojos el enfado que sus gestos no disimulan, un enojo adolescente en una joven mujer que te esperaba, que te espera.
Sin darle tiempo para que conteste, le dices que tú si la extrañaste, mientras sacas la carta y le tomas la mano apretándosela suavemente, posando además tu mirada en su cuerpo que en ese momento parece estar desnudo cubierto sólo de rubor.
Esperas un instante para decirle que en la carta hay un secreto de los dos, algo que ambos comparten y que conocen bien.
Ya no dice nada pero toda ella habla sin cesar, es un verbo hecho mujer mientras camina hacia la cocina con tu sonrisa en la espalda y se pierde entre las mesas y la gente, pero antes de hacerlo, antes de que dejes de verla, voltea y en sus ojos hay una promesa.
Tú también le dices que sí con la mirada.
Para todos los fines de semana que son inolvidables
Cuando no tienes dinero, siempre estás pensando en lo que harías si lo tuvieras. Sueñas con todas las cosas que podrías comprar, te imaginas realizando acciones que sin el dinero sería imposible e incluso te sientes generoso al imaginar a las personas que ayudarías si fueras rico.
Cuando eres pobre siempre te preguntas por qué eso te ocurrió a ti, por qué tú no tienes un pariente que te deje una enorme herencia o mínimo que te preste, y te repites continuamente por qué la suerte se empeña en darte esos embates, simplemente llegas a la conclusión que eres poco afortunado, alguien, no lo sabes, te echó la sal y estás en el hoyo, vives lamentándote.
También eres de las personas que juegas cada semana el melate, la lotería, los pronósticos y hasta el rasca y gana, no sabes en qué momento eso te cambiará la vida de la noche a la mañana, lo dicho, vives para ese instante, te vienes preparando cada minuto, cada hora y cada día para cuando el dinero llegue, cuando tengas una enorme casa, cuando tengas un carro de lujo, cuando comas abundantemente, cuando no te haga falta nada.
No te das cuenta de cómo la lluvia cae en tu cuerpo, lamentas que llueva y te mojes, no percibes la sonrisa de los niños ni la sonrisa de los demás que tratan de que tú sonrías, ni notas que alguien a tu lado se cansa en decirte que te necesita, ni que esa otra persona que ni te imaginas te desea o le gustaría estar contigo compartiendo miles de cosas. Tampoco sientes el sol en la cara, ni te alegras de que el viento agite tu cabello largo, que por cierto también quieres cortar, sólo te molesta el calor y sufres porque ese viento te hace cerrar los ojos…
Te sientes encerrado en todas partes y el universo te parece una caja de la que no puedes salir, en realidad no sabes que eres parte de la naturaleza y que en menos de un suspiro te habrás ido, que ya no estarás.
A veces yo me siento de esa manera, pero luego pasa algo y todo eso se borra, se diluye, se queda atrás, como ocurrió este fin de semana cuando escuchaba en la radio sobre el ganador del “premio gordo”, de esa persona que se hizo millonaria.
Estaba con mis dos hijos, entonces el mayor, Sian, a sus catorce años comentó que él quería sacarse la lotería y ganar mucho dinero.
Yo, con cierta molestia, le pregunté que si eso pasaba qué haría, cuál sería la primera cosa que compraría con esa fortuna.
Sin detenerse a pensar, de manera inmediata dijo algo que me dio justo aquí, en esa parte que está conectada con cada uno de mis sentidos, en realidad fue como una caricia interna que todavía me acompaña mientras escribo.
Fue instantáneo:
“Te traería de regreso acá”, sólo esas cinco palabras en su voz adolescente me hicieron que casi frenara el carro.
Porque ustedes ya saben que desde hace tiempo paso los días en Morelia, pero todas las noches mi corazón y mi mente viven en Irapuato, así como los fines de semana.
Ya lo saben.
Para Hebbita, mirada celeste, con mucho cariño.
Perro, Miguel y el Licenciado entraron al lugar lleno de olores, a ese pequeño espacio con mesas cuadradas y letreros que le quitarían la sed a cualquiera con tan sólo un trago. Estaba repleto. Risas en cada rincón, rostros deformados por la alegría, un poco de aserrín en el piso, cuadros de imágenes antiguas con leyendas escritas al borde y música por todos lados, música para recordar y para olvidar a la ingrata.
Era apenas martes a las dos de la tarde, y los tres estaban en su elemento. Caminaron por entre las mesas, en busca de un sitio donde pudieran sentarse, siguiendo con la mirada los cuerpos opulentos de las meseras, “de pechos y caderas llenos”. Por fin encontraron mesa, cerca del último rincón, apenas a un lado del diminuto baño sin puertas, baño exclusivo para hombres.
Porque en “Carpas Pacheco”, en su planta baja, todavía continuaba esa tradición ya obsoleta de prohibir la entrada a las damas, pese a que en cualquier otro sitio era letra muerta, desde hacía mucho que el negocio de bar exigía el cupo mixto, y ahí parecía hasta una excentricidad no dejar que las mujeres lo hicieran, para eso estaba el segundo piso como una concesión.
Pero en verdad que eso poco les preocupaba a ellos, amigos hechos a la distancia y las diferencias, para los tres sólo bastaba que hubiera cerveza fría, rica botana y mucha conversación, el diálogo era lo de menos, el engañoso ruido de las palabras se convertía en mero pretexto, los temas también.
Uno de ellos, Perro, continuaba con una idea que venía arrastrando apenas subir al carro y durante todo el trayecto: que las pistolas eran celosas, y que no era cosa de hacerlas enojar, “por ningún motivo”, decía muy serio.
Aún no digería que en su nuevo rol dentro de la corporación le hubieran quitado a “la morena”, como llamaba cariñosamente a su arma, una vieja 38, la primera que le asignaron cuando se convirtió allá en su juventud en lo que ahora era.
Con la mano, Perro hacía un movimiento que por momentos parecía erótico, acariciaba la parte externa de su cintura, un poco arriba donde se encuentra la bolsa del pantalón, y luego sonreía de manera evocadora, como recordando cuando “la morena” le acompañaba.
-Nunca me perdonará que la haya abandonado- decía melancólicamente.
Miguel y el Licenciado sonreían de manera condescendiente, ellos le pidieron guardar silencio con un gesto cuando una de las meseras se acercó con un plato rebosante de tostadas cubiertas con guacamole y ceviche por partes iguales, además de tres tazones con caldo de camarón picante.
El que propuso el primer brindis fue Miguel, no muy original, pero efectivo: “Por ellas, aunque mal paguen”, y luego burlonamente: “Hasta las pistolas”, soltando una carcajada.
Ese fue el punto de arranque para levantar las botellas ambarinas y chocarlas, para perderse en la plática, para coincidir mientras la música seguía, mientras el trío norteño sin claudicar ofrecía cada dos por tres alguna melodía “baratita”.
Justo cuando trajeron los platos de carpa frita, después de muchas palabras flotando en el aire del bar, el Licenciado supo que ese día sería especial para él. No necesitó adivinarlo, lo escuchó a la distancia de labios de una mesera que repetía: “por favor, pase a la planta alta”, y en eso la vio.
Ella estaba en la puerta, con un suéter que hacía juego con sus ojos azules, un pantalón de mezclilla, y una gran sonrisa, el cabello castaño le caía en los hombros.
En un segundo, casi en lo que los otros levantaban la botella para volver a brindar, él estaba a un lado de esos ojos, ofreciéndose a acompañarle, incluso platicar si así lo prefería, estar, simplemente estar.
Se había quedado de ver con unas amigas que por fortuna para el Licenciado nunca llegaron, así se lo dijo ella, mientras los dos subían las escaleras, en el último escalón, se detuvo y le dijo su nombre de dos sílabas y miles de significados: Eva.
Nadie pensaría, ni siquiera los sorprendidos Miguel y Perro, que hasta la fecha el Licenciado sigue acompañándola, no sólo de día sino también en las noches, desde aquella tarde cuando juntos se tomaron unas cervezas en Carpas Pacheco y empezaron a conocerse.
Es de noche.
Afuera llueve como lo ha hecho casi todo el mes.
Él espera en una ancha calle llena de luces móviles que le agitan el cabello, apenas si atina a cubrirse las gotas que le resbalan por la cara, de cuando en cuando se pasa la mano por la frente, se sacude un poco y mueve los hombros que cada vez le pesan más.
Parece que se le ha hecho un poco tarde, porque la combi no termina de llegar para trasladarlo cerca de su casa: un espacio de cuatro paredes, una cama, un pequeño buró, una repisa con unos cuantos libros, un mueble viejo de múltiples usos que a él le sirve para planchar, y una lámpara que muy a fuerzas ilumina sus pensamientos.
Pero él sigue en esa enorme avenida de relampagueantes bólidos, que llevan rostros sin forma, opacos y borrosos ocultos en cristales, mientras la lluvia continúa lenta y persistente, semejante a brisa marina de la ciudad, que difumina las cosas, las pixelea disminuyendo su calidad.
Él busca con la mirada la ruta que habrá de transportarlo, no la azul ni la roja, tampoco es la verde, ni la amarilla, en realidad se trata de la ruta gris, la número uno, la que toma por el Libramiento y lo deja en el IMSS, la que todos conocen como Circuito.
Está a punto de darse por vencido, sabe que ya es tarde, no decide si tomar un taxi o emprender una larga caminata y empaparse de verdad, cuando ve que se aproxima un “pesero” que por obra de la providencia es el suyo. Levanta la mano para detenerlo, pidiendo mentalmente que no vaya lleno, lo que comprueba al verlo parar.
Sube agradecido y se deslumbra ante el brillo de la luz interna que cubre el interior, tan brillante que por momentos lo enceguece. Toma asiento en la parte trasera casi sin darse cuenta en los demás pasajeros, abstraído como está por la larga espera, tiene el deseo de cerrar los párpados, húmedos párpados, y dejarse llevar por las imágenes que desde hace tanto tiempo lo acompañan.
En ese momento, justo entre la mitad de su cansancio, a punto de encorvar también la espalda, se da cuenta que a su lado está un ángel: una pequeña niña sin edad que le sonríe.
De pronto escucha música como de la nada; es una música nueva que invade, que se adueña de todo a su alrededor, y sin haberla escuchado nunca antes él se reconoce en ella, sabe de qué se trata, mira a la niña a los ojos y le devuelve la sonrisa.
Después, cuando la combi realiza todo el recorrido y llega a su base, en el momento en que ya todos los pasajeros han descendido, sólo queda uno, a simple vista él duerme, pero en verdad camina de la mano, desde mucho atrás con una pequeña niña sin edad, mientras los dos sonríen.